
Christophe Blain parece tener el
mojo. Dibujante superdotado, siempre fue sobrado de talento desde sus primeros pasos en el cómic. Incluso un trabajo tan primerizo como EL REDUCTOR DE VELOCIDAD (1999) tenía una fuerza arrolladora. Ahora ya no está en los comienzos de su carrera sino, en teoría, empezando a producir sus mejores obras. Blain ha cumplido los 40 años, esa barrera simbólica que, como suele decirse, marca el inicio de la auténtica madurez para escritores y artistas. Visto lo visto en el cómic de la última década, y con la mentalidad de autor extendiéndose como la pólvora en el horizonte creativo internacional, con autores de más de 40, y de 50 años, dando ahora lo mejor de sí mismos, creo que ese dicho ya puede aplicarse también a los historietistas. En general.
En el caso particular de Blain... vamos por partes. Cualquiera que haya seguido este blog
o el que le precedió, conoce bien mi admiración por este dibujante extraordinario, a mi juicio uno de los dos o tres mejores que ha dado el cómic francobelga en los últimos 15 años. ISAAC EL PIRATA (2001- ) fue en su momento una revelación, un signo de que se podía renovar el género de aventuras, acaso el primordial del cómic francobelga clásico, dotándolo de formas modernas, de mayor mordiente y penetración psicológica. El ritmo era el de Hergé, al que por cierto
se homenajea en QUAI D'ORSAY, aunque el acabado del dibujo de Blain tuviera mucho más que ver con el garabato y las tramas manuales de sus adorados caricaturistas del XIX que con la famosa
ligne claire.
Cansado del pirata después de 5 álbumes, Blain abandonó la serie sin rematarla -se supone que provisionalmente– para ofrecernos su western "afterpop" GUS (2007- ), otra actualización de materiales clásicos de la BD, o cómo convertir a LUCKY LUKE en un producto adulto y rabiosamente chic para los 2000. A pesar de las irregularidades dependiendo del álbum y de la historieta concreta, GUS siguió ofreciendo suficientes asideros para mantener la fe. Acabo de leer
QUAI D'ORSAY (2010), que Norma edita ahora en España. La gran diferencia aquí respecto a trabajos anteriores es que Blain abandona las aventuras (o el western) y se sumerge en la parodia de actualidad. Es una parodia de la política reciente, basada en protagonistas evidentemente reales. En otras palabras, el material narrativo ya no es la ficción de género, sino la realidad. Mmm, smells like graphic novel spirit. ¿O acaso Blain no hacía ya novela gráfica antes de esto?

Antes de despistarnos con debates bizantinos, iré al grano. Para esta obra Blain se ha aliado con Abel Lanzac, seudónimo de un consejero ministerial, como he leído en alguna web francesa, y juntos han confeccionado el guión de un álbum que, en créditos interiores, aparece discretamente numerado como tomo 1, luego estamos ante una serie que tendrá continuidad. Hay secuela en preparación, de hecho. Dibuja Blain, por supuesto, con colores suyos y de Clémence Sapin. Dentro del libro, varias "historietas cortas" que se atan en una narración más grande, un poco al estilo que Blain venía practicando en GUS. La novedad ahora es el tema y la ambientación. QUAI D'ORSAY se subtitula CRÓNICAS DIPLOMÁTICAS, y de eso va la cosa. Ministro francés de Exteriores, de derechas, "Alexandre Taillard de Vorms", contrata a joven escritor de izquierdas, "Arthur Vlaminck", para que le escriba los discursos. Arthur, que parece un sosias de "Abel Lanzac" (y aquí los seudónimos rizan el rizo), es el personaje que aportará el punto de vista del lector en un típico-clásico recurso narrativo: a través de sus ojos nos internaremos en los pasillos y secretos diplomáticos de un ministerio de un gran país europeo.

La parodia,
escribe Fernando Castro, yo creo que con razón, «supone cierta capacidad de identificarse y aproximarse, implica en última instancia, una intimidad con la posición que el acto mismo de la reapropiación altera, lo que supone entrar en una relación de deseo y ambivalencia. Pero también debemos recordar que el papel crítico de la parodia es separar las formas, vaciarlas y demostrar su vaciedad adaptándolas de cualquier manera». Leyendo QUAI D'ORSAY no he podido evitar acordarme más de una vez, y de dos, de esas líneas. Cuando llevaba leídas las primeras 30 páginas, disfrutaba pensando que estaba con el aperitivo: parodias ciertamente divertidas de políticos muy reconocibles, dibujos de la máxima calidad, caricaturas propias de un maestro. Luego, a la altura de la página noventa y muchas, he comprobado con decepción que no, que no se trataba del aperitivo. Que aquello, lo del principio, era la comida de verdad, y que durante todo el cómic nos han servido el mismo menú.
Para mi chasco, QUAI D'ORSAY no llega nunca a rozar el sarcasmo ni la sátira. Se queda siempre dentro de los límites confortables de una parodia amable que, como tal parodia, participa de esa relación ambivalente de identificación y deseo a la que se refería Castro. Es muy evidente que los autores no pueden evitar sentir admiración por el parodiado, y esa identificación-deseo se manifiesta paradójicamente en una obsesión por caricaturizar, una vez, y otra, y otra, los tics grandilocuentes del ministro pero también su genio, su
grandeur, su inteligencia para ir por delante de todos los demás. El numerito del ministro egomaníaco adoctrinando a sus colaboradores en los despachos del Quai D'Orsay con su palabrería vacua y sus gestos histriónicos -maravillosamente dibujados por Blain, hay que decirlo– se repite hasta centrar toda nuestra atención. En medio de semejante espectáculo, en esa relación de
excesiva intimidad con el parodiado, se pierde toda posibilidad de tratar los asuntos que aquí importaban realmente, o al menos los que a mí me importaban. Se pierde la posibilidad de vaciar esas formas de la política, del
espectáculo de la política moderna, para mostrar su vacuidad. Como diría Debord, lo que el espectáculo muestra es bueno, y es bueno porque aparece en el espectáculo. Ésa es la tautología de nuestra sociedad espectacular, la misma que nos impide cuestionar las reglas del show porque siempre se dejan fuera del show, nunca son las invitadas del programa, nunca se incluyen en el orden del día.
"Le confío lo más importante: el lenguaje", le dice el ministro Taillard de Vorms al escritor Arthur Vlaminck al comienzo de este cómic, y yo ingenuamente pensé que la sátira giraría sobre ese tipo de asuntos, sobre las herramientas de las que se vale el político para hacer política. Pero la sátira no corre por las venas de este libro, y lo que nos ofrece no son más que chascarrillos, nada que importe de verdad de las cosas que importan de verdad en la trastienda de la política. A Blain también le habían confiado lo más importante, el
lenguaje, pero lo único que ha hecho ha sido contarnos unos chistes blancos. Para cuando llega el episodio apoteósico en esta historia, una peligrosa crisis diplomática que amenaza con desatar una guerra civil en un país africano, antigua colonia francesa, constato con cierta perplejidad que se trata exactamente de eso: de la apoteosis
heroica del protagonista, un episodio del que el ministro Villepin, digo, Taillard de Vorms, emerge victorioso para erigirse en el héroe del día. Y eso es todo. En el epílogo posterior me da la sensación de que Blain, inconscientemente, quiere justificarse con la broma de Darth Vader. Pero ya no cuela.
(fuente imagen: Le figaro)A estas alturas de la película me acuerdo también de un pequeño debate que tuve con
Santiago García. En su libro LA NOVELA GRÁFICA, página 270, había escrito sobre Blain lo siguiente: «nunca ha publicado en las editoriales pequeñas. Su capacidad para revitalizar los viejos géneros con una perspectiva deslumbrantemente moderna le ha hecho conquistar un terreno dentro de la industria que se vende como "alternativo", pero que es un alternativo sancionado por las grandes editoriales». Yo no tenía tan claro su juicio sobre Blain, y así se lo dije en su día. Incluso, creo que le dije, me pareció que había pecado de duro. Ahora, tras este QUAI D'ORSAY, tengo que darle la razón. Por supuesto que hay un condicionamiento previo en la obra de Blain, siquiera inconsciente, vaya si lo hay. QUAI D'ORSAY lo publica uno de los gigantes editoriales del mercado francobelga, Dargaud, con el que por cierto Blain ha publicado casi toda su obra. Lo piense Blain en términos conscientes o no, cada vez parece más claro que para él se trata de ofrecer al público cómics modernos, sí, cómics renovadores para los que emplea toda su capacidad y todo su talento, que son muchos, sí, pero que serán obras sin aristas. Obras complacientes y fácilmente digeribles que no molestarán a nadie, que contentarán a todos. Especialmente a su editor.

Y dicho todo esto, si queréis disfrutar con un auténtico recital de dibujo, de ritmo narrativo e ingenio gráfico, no puedo más que recomendaros este QUAI D'ORSAY. Es un cómic mucho más que competente, realizado por uno de los mejores dibujantes europeos de ahora mismo, o sea, que placer en ese sentido lo vais a tener asegurado. Es un gran producto, de los mejores que podréis leer este año, estoy seguro. Lo único que estoy constatando aquí y ahora, con tristeza, es que Blain no va a llegar más lejos que esto. Que permanecerá en esta "tierra media", elegante y de buen gusto, sin duda, pero también tibia, acomodada, sin peligro.
Es muy significativo cómo titulan esta reseña francesa de QUAI D'ORSAY:
"Villepin, héroe de BD". Es que se trata exactamente de eso. Al final del texto, se sugiere que el parodiado disfrutó mucho con el cómic. No me cabe duda de que ocurrió así.
Pero ése es justo el problema.