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viernes, 12 de julio de 2013

SHOW & TELL

Ayer al mediodía fui a una conferencia en la School of Visual Arts de Steven Heller, historiador del diseño, director de arte en el New York Times -responsable en particular de la dirección de arte del suplemento literario- y profesor en la SVA desde hace más de 25 años. Fue espectacular, y me quedo corto. Heller estuvo impecable, tanto en su presentación en imágenes como en su oratoria, segura, templada y con un dominio apabullante del ritmo y los tiempos. Un verdadero "animal escénico", que diríamos en España. 


Mis dibujitos durante la conferencia de Steven Heller en la SVA. Puede verse otro dibujo-resumen de su charla en el blog de Steven Little
Lo que ocurre es que, por lo que llevo visto aquí en Estados Unidos, ésa es la norma aquí. No la excepción. La gente, dicho llanamente, habla de puta madre en público, y esto en general, sean profesores, estudiantes o un señor mayor que te aborda en el American Visionary Art Museum de Baltimore (donde estuve el fin de semana pasado con Santiago, que vive allí) para explicarte cuál es el mejor recorrido para ver las exposiciones. Es realmente asombroso, y lo digo sin exagerar porque de verdad me asombra verlo, lo bien que se expresan los estudiantes cuando intervienen, o cómo preguntan en las clases o conferencias. Preguntas abundantes, inteligentes, articuladas, bien formuladas. Por ejemplo, las que ayer le hizo Jenny a Steven Heller. Debo aclarar que muchos de estos estudiantes no viven en NYC, han venido provisionalmente para hacer este máster. Hay un estudiante del sur de California, Jenny es de Chicago, otra estudiante es de Washington DC, otro del medio Oeste, etc.

Este miércoles por la tarde había una conversación en la Society of Illustrators entre el historietista Bob Fingerman y el guionista y actor Frank Conniff que me había sugerido JMM como posible acto cultural al que asistir. Le hice caso y acudí. La entrada no era gratis: si no eras miembro de la asociación, estudiante pregraduado o persona de la tercera edad -y no soy ninguna de las tres cosas, al menos que yo sepa-, el ticket te costaba 15 dólares. A mí al principio me pareció un poco timo, pero claro, yo iba pensando en el tipo de actos públicos a los que estamos acostumbrados en España. Sin embargo, como dicen aquí, you got what you paid for. Para empezar, y ya que el evento tenía lugar a la hora de la cena (sobre las siete de la tarde), había un bufet de comida y bebida. Pero eso era lo de menos una vez que comenzó la conversación entre Fingerman y Conniff. Puedo jurar que aquello parecía un auténtico show cómico en toda regla, ejecutado por dos profesionales consumados de la comedia televisiva que improvisan réplicas y contrarréplicas a la velocidad de Flash. Vamos, si lo filman y te lo ponen en la tele funciona perfectamente como tal show cómico. El club de la comedia, el originalPero Fingerman es dibujante e historietista, no actor. Para cuando terminó el evento, sentía que había gastado muy bien mis 15 dólares. Cliente satisfecho. De eso se trata, claro.


Frank Conniff y Bob Fingerman. La foto la he robado del Facebook de Fingerman.  Alguna anécdota: Fingerman estudió en la SVA y tuvo como profesor a Harvey Kurtzman, una de sus principales influencias como historietista (otras son Will Eisner y Art Spiegelman, como explicó). En 1984, siendo aún estudiante, Fingerman llegó a trabajar para Kurtzman. "Como editor era brutal, como profesor era extremadamente gentil".
Uca Santana, que es profesora de español en un instituto de secundaria de Brooklyn, me explicó con detalle la tradición americana de Show & Tell que se practica en la escuela primaria, ya desde los primeros años. Cada niño tiene que llevar un objeto a clase y explicar a los demás por qué lo ha elegido, cómo lo consiguió, qué significa para él, etc. Esto se hace por supuesto con la finalidad de entrenarles para hablar en público desde la más tierna infancia y los niveles educativos más básicos. 


De repente, mientras escribo estas líneas, caigo en todo lo que eso significa implícitamente, más allá del obvio ejercicio educativo; en la tradición cultural específica que hay detrás, en los valores procedentes de la Ilustración y del concepto de República democrática que se encierran en un ejercicio pedagógico tan aparentemente simple. Al niño se le está educando desde su primeros años en la escuela para ser ciudadano. No ya para defenderse en la vida y emprender con éxito las tareas profesionales que elija, que por supuesto también, sino para relacionarse con sus iguales -otros ciudadanos, una república de hombres, lo que por cierto incluye también a sus políticos- en actos públicos de la más variada índole. Se les está entrenando para articular y argumentar un discurso público ante los demás ciudadanos, de tú a tú, sin miedo a hacerlo, un discurso que puede ser crítico o discrepante. ¿Por qué deberían tener miedo, por otra parte? 

Pero en países como el nuestro la gente suele sentir verdadero pánico a hablar en público. Pensemos también en toda la tradición político-cultural que puede haber detrás de ese miedo escénico



También tengo la sensación de que el idioma inglés favorece mucho esta claridad de expresión, por algo se ha impuesto como la lengua franca, el "esperanto" de facto del mundo mundial. Como si una cultura con semejante idioma, tan estructurado y hasta cierto punto sencillo de usar, estuviera destinada a imponer su sistema económico y cultural al resto del mundo. Obviamente no se trata sólo del "lenguaje por sí mismo", que también (si hacemos caso a McLuhan, y yo creo que tenía razón, el medio -la imprenta, el coche, la televisión, etcétera, pero también el mismo idioma- es el mensaje porque estructura nuestro pensamiento, nuestra visión del mundo, y por tanto una vez más la forma construye el contenido), sino sobre todo de cómo te enseñan a usar ese lenguaje. Depende de tu entrenamiento previo en la escuela y en la vida social, y en general de lo estructurada que está la sociedad aquí, a todos los niveles. La palabra es justamente ésa, estructura. Lo ves en la misma retícula del callejero: las calles americanas suelen estar planificadas racionalmente, también en Baltimore; parece
 el proyecto de la Ilustración llevado a la realidad en todos los aspectos. Recuerdo que cuando aterricé en Manhattan me costó un par de días entender el mecanismo de su retícula urbanística. La calle 23 Este con la Tercera Avenida. O la calle 21 Oeste con la Sexta. En realidad es un esquema tan sencillo que a tu mente, acostumbrada al dédalo intrincado de nuestras calles europeas, le cuesta entenderlo. Cuando lo consigues, te parece lo más fácil, lógico y natural del mundo. De hecho, mientras te mueves por la retícula, es imposible perderse aunque no conozcas la zona ni lleves un plano. Está pensado justamente para eso, para no perderse.

Pero luego desde España solemos decir qué tontos e incultos son los americanos, ¿verdad? A diferencia de nosotros.

sábado, 21 de noviembre de 2009

ESE ES MI BISTEC



La violencia privada antes del Estado, el pistolero bueno -el héroe que se "sacrificará"- y el pistolero malo (un esbirro por supuesto, al servicio del poderoso sin escrúpulos). En medio, el hombre de leyes, el que representa al futuro Estado de Derecho: la ley como forma de resolución pacífica de conflictos, la ley que excluye la violencia privada, la ley como garantía de la libertad de educación (el mismo abogado dará clases para alfabetizar a sus vecinos) y de la libertad de expresión e información (ese director del periódico local, también amenazado por el pistolero malo). Más tarde, la leyenda distorsionará e idealizará los hechos que realmente sucedieron, mitos para aglutinar la identidad colectiva de la comunidad que se está formando, when the legend becomes facts, print the legend. Gracias a esos mitos la comunidad tomará conciencia final de sí misma y se sumará a la fundación del Estado. Ganado el espacio de libertad, instaurado el monopolio de violencia estatal (violencia que debe ser justa y siempre ultima ratio), ya no queda sitio para el pistolero; será rápidamente olvidado. Es el momento de la ley, de la política. El abogado llegará a senador.

miércoles, 1 de julio de 2009

CLINT EASTWOOD Y LA NUEVA FRONTERA


Aunque no es sorprendente que Gran Torino haya recibido el unánime favor de la crítica y del público, sí lo es que no se hayan hecho de la misma las lecturas más certeras ni más provechosas. ¡Esperando la revisión crepuscular de Harry el Sucio, hemos malinterpretado la actualización de Liberty Valance! Y es una lástima, porque lo que Eastwood pone sobre la mesa es una conmovedora reflexión sobre la Norteamérica del nuevo siglo, o lo que es igual, sobre los fundamentos mismos de la sociedad que viene. Es, en este sentido, una obra política de primer orden. Ahora que todo el mundo ha podido ver la película, merece la pena apuntar algo sobre todo ello.

Hay que empezar por recordar que Eastwood proviene tanto del cine negro de Don Siegel, como del western de Sergio Leone. Y que el gran tema del western es la fundación de la comunidad. Históricamente, ésta tiene lugar a medida que se produce la colonización del oeste norteamericano; es, claro, una fundación problemática: el estado de naturaleza que precede al contrato social. Tal como han señalado Walter Benjamin o René Girard, no hay comunidad que no tenga su origen en un acto de violencia: el orden civil no se impone con bellas palabras. Donde no rige el monopolio estatal de la violencia legítima, son las violencias privadas las que despejan el camino para el comerciante, el maestro de escuela, el alcalde. Surge así la figura del pistolero, profesional de la violencia que vive sin quererlo al servicio de la comunidad antes de la comunidad. Su tragedia, sin embargo, es que no puede pertenecer al orden que ayuda a instaurar: su figura simboliza un pasado desagradable que es preferible reprimir, su estilo de vida no encaja en la monotonía burguesa. ¡Ya no sabe vivir sino en absoluta libertad!

Sin duda, la expresión artística más acabada de esta –digamos– dialéctica de las normas y las pistolas es la proporcionada por John Ford en El hombre que mató a Liberty Valance, meditación acerca del mito originario de la comunidad con la que entronca Gran Torino. Es sabido que el Liberty Valance del título es un villano, encarnado por Lee Marvin, que amenaza el orden civil de un pueblo de nueva planta; a él se enfrenta un tímido sheriff, James Stewart, quien, ante la sorpresa general, lo abate en un duelo. Pero la verdad es otra: ha sido un viejo pistolero, John Wayne, a quien Stewart había expulsado del pueblo, quien ha disparado. Nadie lo sabrá, conforme al célebre eslógan acuñado por el periodista local: Between facts and legend, print the legend. Hechos, ficciones, mitos: una comunidad.


¿Qué tiene que ver todo esto con Gran Torino? Mucho, si no todo. Eastwood nos cuenta la historia de Walt Kowalski, un veterano de la Guerra de Corea que se niega a dejar su vecindario de Michigan pese a la invasión de la comunidada asiática: allí es, literalmente, el último de su estirpe. Su esposa acaba de morir y sólo un joven sacerdote irlandés se interesa por él; que el personaje sea católico y no protestante, esto es, alguien que llegó después que los demás, es un sutil acierto. Tenemos así al héroe individualista, ferozmente americano: Harry el Pensionista.


Paralelamente, se nos presenta a una modesta familia asiática, cuyo introspectivo hijo mayor, Thao, lucha por escapar de la influencia de una violenta banda de la misma etnia que aterroriza el vecindario. Es, de acuerdo con el gusto libertario de Eastwood, un espacio sin Estado, una esfera civil donde la guerra de todos contra todos –Hobbes– y la cooperación voluntaria –Locke– coexisten confusamente. Será a partir de un incidente menor cuando Harry entre en contacto con sus vecinos. Y paulatinamente se producirá en él un sorprendente reconocimiento, a saber: que ellos poseen los valores –buena educación, amor al trabajo, responsabilidad individual– que ya no encuentra en sus propios hijos y nietos, arruinados por una banal opulencia. Aquello por lo que luchó en Corea ¡precisamente contra quienes tiene ahora delante!


Se entabla así una relación de amistad entre Kowalski y Thao, que recibe un curso de iniciación a ese entorno hostil que es la vida adulta. Es un hermoso y divertido proceso de aprendizaje, cuya culminación tiene lugar en una de esas escenas que fácilmente pasan desapercibidas pese a su profundo significado. Incapaz de sacar una pesada nevera de su sótano, Kowalski pide ayuda al joven, que acepta prestársela sólo si el acarreo se hace a su manera: si no, no hay trato. Bienvenido, sugiere Eastwood, a la esfera civil de los acuerdos voluntarios: bienvenido a la comunidad.

Sin embargo, la protección que Kowalski se esfuerza por dispensar no surte los efectos deseados y la banda termina por ametrallar la casa de Thao y violar a su –inteligentísima, valiente– hermana Sue. De acuerdo con los viejos códigos de honor, la familia asiática clama venganza; Kowalski, víctima de una enfermedad pulmonar incurable, comprende que una interminable cadena de venganzas privadas sólo conduce al desorden perpetuo. Y el desenlace es tan viejo y noble como la Pasión de Cristo. Alguien tiene que sacrificarse, para que el orden pueda instaurarse; ese alguien tiene que convertirse –voluntaria o involuntariamente– en el chivo expiatorio que, como nos recuerda el antropólogo René Girard, resuelve en su persona las tensiones internas de la comunidad. ¿Cómo no leer en esa clave la postura crística del cuerpo muerto de Kowalski, inmolado ante la banda juvenil, inmediatamente arrestada por la policía? Esta tardía aparición del Estado nos recuerda, además, que incluso la teoría libertaria le reconoce una función irreemplazable en la protección de los derechos individuales.


Semejante desenlace no sorprenderá tampoco a quienes hayan leído con atención a ese otro peculiar insider de la cultura norteamericana que es Frank Miller. Admirador confeso de la serie de Harry el Sucio por razón de su profunda resonancia moral y sacrificial, Miller vino a homenajearla en Ese cobarde bastardo (1996), cuyo planteamiento y desenlace resuenan, a su vez, en Gran Torino. Aquí como allí, un policía moribundo –el agente Hartigan– se sacrifica en el marco de un orden injusto para salvar a alguien más joven: “Un viejo muere y una niña vive. Un trato justo”. Afinidades electivas.


Gran Torino es, en fin, la primera gran meditación sobre la América del nuevo siglo. Más que una elegía por el sueño desvanecido, es una afirmación de su vigencia, mediante la necesaria renovación de su ideal: una meritocracia multicultural donde cada cual vale lo que valen sus capacidades y esfuerzos. ¿Un nuevo contrato social? Es una imagen de la sociedad americana que se parece mucho a la que llevó a Barack Obama a la presidencia. Y una que debería inspirarnos a todos, porque la sociedad del futuro se parecerá cada vez más a Nueva York y menos a Soria. Quizá no nos guste el cambio, pero la nostalgia, simbolizada en ese Gran Torino de 1972 que es el orgullo de Kowalski, no sirve para mucho: vivimos en el tiempo y el tiempo sólo conduce hacia delante.



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El artículo es de Manuel Arias Maldonado, profesor universitario de Ciencia Política y de la Administración. Se publicó en el Rockdelux de junio, y se reproduce aquí con su permiso. El dibujo que lo ilustraba, justo sobre estas líneas ("after Frank Miller" por supuesto), fue cosa mía.



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Otro artículo de Manuel Arias en El País, sobre la ley del tabaco en lugares públicos

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Más sobre GRAN TORINO: ya hablamos de la peli en este blog, aquí y aquí