lunes, 19 de julio de 2010

ERAN LOS CINCUENTA

"Corría el año 1961 y desde hacía casi una década la industria de los comic books luchaba por no caer en el limbo. Los años de la guerra y las postrimerías de los años cuarenta: ésta había sido la época de esplendor. Durante esa época, cuarenta compañías publicaban centenares de títulos protagonizados por miles de personajes. La fórmula consistía en inventar un nombre, aplicárselo a un prototipo del americano blanco, anglosajón y protestante, vestir a este prototipo con un uniforme ceñido como un guante, añadirle una capa, puede que también un antifaz y lanzarlo a conquistar su parcela del mercado. Y el mercado era inmenso: los Estados Unidos eran una nación de lectores de revistas; la gente veía en ellas la dieta esencial de sus ratos de ocio; eran tal vez menos populares que la radio, pero, desde luego, más que las películas, a que las revistas se encontraban más al alcance del público. Y los comic books eran revistas y se vendían en los mismos sitios. Así que había muchísimo trabajo para dibujantes y guionistas que trabajaban en sus casas o en minúsculos talleres -dos o tres habitaciones, o el rincón de un desván- concentrados alrededor del centro de Manhattan, a poca distancia de las editoriales. A veces se trataba de un par de tipos que compartían el alquiler; otras, eran toda una cadena de montaje: del guionista al editor, al que dibujaba el lápiz, al rotulador y el que que pasaba a tinta, y al mensajero que entregaría las páginas a un ansioso empresario que esperaba en un edificio próximo. Historias enteras en cuestión de unos días. Comic books completos en un fin de semana. "Lo que quiero no es arte", dijo un editor. "Lo que quiero es producción". Eso era lo que él y sus colegas obtenían: producto, montones de producto.

Una pequeña tienda de barrio estadounidense en 1941, en pleno auge de los comic books de superhéroes

No duró. Ciertas realidades estaban cambiando. Por ejemplo, en las pequeñas confiterías, en las pequeñas tiendas familiares con una sucursal en casi todos los barrios de clase media, iban desapareciendo poco a poco. Habían sido el principal punto de venta de los cómics y ahora ya no existían; fueron las víctimas del cambio de pautas del comercio minorista, empujado hacia la extinción por los supermercados y otros establecimientos parecidos. Los modestos minoristas que consiguieron sobrevivir opinaban que el poco espacio disponible podían destinarlo a algo mejor que a exhibir comic books; si colocaban allí una estantería con los nuevos libros en rústica, ganarían cinco centavos por venta en lugar de los dos que obtenían de los tebeos.

Y estaba la televisión. En los primeros cincuenta el parpadeante ojo azul tenía ya su lugar en millones de salas de estar. Era la respuesta a la plegaria del hombre trabajador; al terminar la jornada, podía instalarse cómodamente en su butaca y dejar que la pequeña pantalla le entretuviese sin tener que hacer el esfuerzo mínimo de leer. Los pulps, revistas de literatura popular que le habían distraído con sus fantásticos relatos de aventuras y escenarios exóticos (sin olvidar la chica escasa de ropa que aparecía de vez en cuando) desde principios de siglo, fueron las primeras víctimas de la televisión. Los cómics estuvieron a punto de ser las segundas. Porque a los niños la televisión les gustaba más que a sus padres. Les daba todo lo que le daban los cómics -imágenes y relatos- y algo más: les daba... ruido. Y era divertido hacer girar los mandos. Los cómics seguían estando bien para hojearlos en el porche de atrás durante las largas y perezosas tardes de verano (mientras mamá veía los seriales de televisión), pero ya no eran el principal alimento de la imaginación infantil.

Finalmente, estaban los aficionados a hacer buenas obras. A los Estados Unidos les había dado por limpiar su propia casa. Seis o siete años después del fin de la II Guerra Mundial, la nación se encontraba con problemas. La tranquilidad no había llegado con la derrota del Eje, como muchos esperaban; en vez de eso, Estados Unidos se veían envueltos en otro conflicto -el marco era Corea y la llamada "operación de policía"-, la inflación amenazaba la economía y, lo más alarmante de todo, la juventud del país se estaba comportando de un modo extraño. Se entregaba a una especie de rituales salvajes y primitivos con música y pelo largo. Se burlaba de instituciones veneradas. Desafiaba a la autoridad. En lugar de culpar los trastornos ocasionados por la guerra, los mayores, angustiados, buscaban algo en el exterior -algo sin relación con nuestra gloriosa victoria sobre los bárbaros europeos y asiáticos-, algo a lo que pudieran echar la culpa de lo que estaba sucediendo. Muchos ciudadanos llenos de buenas intenciones creyeron que los cómics eran la respuesta. En 1953 [1954] un psiquiatra de Nueva York, el doctor Fredric Wertham, conocido liberal, escribió The Seduction of the Innocent, un libro que en 397 páginas intentaba demostrar que los comic books estaban corrompiendo las mentes y la moral de los jóvenes americanos. El senador Estes Kefauver [...] investigó el problema de la delincuencia juvenil y concluyó que el doctor Wertham tenía razón: los cómics, en el mejor de los casos, eran basura; en el peor, decididamente satánicos.

Así fue como la economía y la indignación moral se unieron para devastar una industria. A mediados de los cincuenta la mayoría de editores de comic books que antes proporcionaban todo el trabajo ya eran simples recuerdos. Docenas de dibujantes y guionistas fueron a parar a la radio, la publicidad, la enseñanza, la industria de las tarjetas de felicitación y, ¡oh, ironía!, la televisión. [...] Parecían que poco a poco iban perdiendo la batalla contra las mismas fuerzas socioeconómicas que ya habían destruido los pulps y que estaban destruyendo los seriales radiofónicos. A mediados de los cincuenta sólo se publicaban regularmente tres títulos de superhéroes: Superman, Batman y Wonder Woman, todos ellos de DC Comics. Obviamente, había disminuido mucho el entusiasmo del público por los superhéroes justicieros.

Pero Julius Schwartz consiguió probar que dicho entusiasmo no había desaparecido del todo. En 1956 decidió introducir al antaño popular Flash en Showcase, un título de DC que no incluía series continuadas. "Por alguna razón, decidí no resucitar al Flash original, sino hacer un nuevo Flash con el mismo poder, la supervelocidad", recuerda Schwartz. "Creo que quería hacer un relato como en los orígenes, que siempre me habían fascinado, y no me gustaba el original". En colaboración con el guionista Bob Kanigher, Schwartz creó una versión modernizada del corredor escarlata: con una sopresa. [...]. Schwartz le pidió a Carmine Infantino (más adelante director editorial de DC Comics) que diseñara un disfraz nuevo y elegante y en unos pocos meses Showcase presentó la versión Schwartz-Kanigher-Infantino del ser humano más veloz del mundo.

Sería un error afirmar que esta nueva versión alcanzó un éxito inmediato, pero las ventas del número de Showcase (1956) en que salía Flash fueron lo bastante buenas como para justificar un segundo experimento parecido. Esta vez Schwartz decidió resucitar a Green Lantern. Lo que había funcionado una vez, volvió a funcionar ahora. Con un nuevo disfraz, diseñado por Gil Kane, y un nuevo origen, inventado por Schwartz, Green Lantern volvió a debutar en Showcase (1959), y la acogida fue alentadora".
El guionista y editor de comic books Dennis O'Neil (St. Louis, 1939), en HISTORIA DE LOS COMICS (Toutain Editor, 1983, pp. 757-759).

1 comentario:

Nuno Amado dijo...

Excelente post!
O meu castelhano não é muito bom, mas foi um bom artigo sobre o passado dos comics!
Eu como sou fã do Green Lantern tenho os Grenn Lantern Archives Golden Age (dois volumes) e os Silver Age (são seis volumes, mas falta-me o nº3...) e adoro revisitar esses primeiros e ingénuos tempos da BD norte-americana.

Abraço