lunes, 13 de agosto de 2018

donde viven los monstruos

Emil Ferris  
Número uno en las listas de mejores cómics norteamericanos de 2017, Lo que más me gusta son los monstruos es la novela gráfica con la que esta ilustradora profesional debutaba en el cómic a sus 55 años. Una asombrosa Bildungsroman articulada como thriller detectivesco, que conduce a una novela histórica sobre la Alemania de Weimar y más allá.

Los sesenta fueron la década en que los freaks —los “monstruos” reales— se convirtieron en un tema público y legitimado del arte, Susan Sontag dixit. También fueron los años de una contracultura juvenil que se identificaba con ellos para rebelarse contra sus mayores. Emil Ferris (Chicago, 1962) creció en esa década, en un barrio poblado de freaks cotidianos: afroamericanos, indios nativos, hispanos, blancos paletos pobres, supervivientes del Holocausto. Ese bagaje autobiográfico alimenta la intrahistoria ficticia de Lo que más me gusta son los monstruos (Fantagraphics, 2017; Reservoir Books, 2018), un cómic que realizó como parte de su rehabilitación tras quedar paralizada por el virus del Nilo. Cuatro años y medio de trabajo, dieciséis horas al día. “Sí, me llevó mucho tiempo”, contesta Ferris desde el otro lado del océano. “Y mucho dolor por mis limitaciones físicas. Solo me decía: ‘Sigue. Tienes que seguir’. Muchas cosas salieron mal y el proyecto perdió apoyos. Gente que me conocía asentía con indulgencia cuando decía que aún estaba trabajando en la novela. Pero mi editor original tuvo la amabilidad de darme algo de dinero y dejarme a mi aire. El dinero se acabó y me volví muy pobre pero, después de tantos sacrificios, quería que mi pequeño monstruo viniera al mundo, sí o sí”. 

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La entrevista a Emil Ferris que tuve el gusto de hacer para la revista Rockdelux puede leerse completa en su número 374 (julio-agosto 2018), aún en kioscos de toda España hasta finales de agosto.

Ilustración: autorretrato de Emil Ferris. Portada Rockdelux: foto de Rosalía de Carlota Guerrero; diseño de Gemma Alberich


domingo, 12 de agosto de 2018

la acción que importa

Hace dos noches empecé a ver Kill Bill vol. 2 en la televisión. La empecé a ver como tantas veces hacemos, solo por el placer infantil de la reiteración, porque la he visto como cuatro o cinco veces. Es por eso que los niños siempre piden ver una y otra vez la misma película: porque ya se saben el cuento, y el placer está en anticipar lo que va a ocurrir precisamente porque ya lo conocen; es un ejercicio de control sobre el relato, es decir, sobre el “mundo”. El caso es que, conforme la volvía a ver, descubría que no me acordaba de la mitad de lo que creía recordar —mis recuerdos la confundían con el primer vol. de Kill Bill— y la terminé viendo entera. No es una película breve precisamente. Pero no pude parar hasta el final porque, en efecto, es muy buena.

Dejando aparte ahora lo más obvio, cómo Tarantino hace estilo personal a base de juntar chatarra que encuentra en los vertederos de la serie B blablabla, lo más mejor que hay en esta película es, para mí, cómo Quentin & Uma hablan de amor a través de los clichés del cine de acción, sinónimo por supuesto de “violencia”. El último capítulo, el showdown final entre Beatrix Kiddo y Bill, es poesía pura, cuando el relato revela al fin sus cartas y explica lo que tan valientemente ha ocultado hasta ese momento, obligando hasta entonces al espectador a “creer” en la narración sin saber realmente las motivaciones personales que existían detrás de una historia de amor / odio / venganza tan desaforada como esta. La hija perdida y reencontrada, la mujer de acción librándose del yugo de su amor hacia un amante-padre severo, etc. El juego de matar y morir con pistolas de juguete, la escena preparando los sandwiches, el speech sobre “el verdadero disfraz de Superman” en boca de David Carradine (robado por el listo de Tarantino de un ensayo de Jules Feiffer de 1965, para eso sirve leer sobre cómics; lo expliqué aquí), el suero de la verdad para que la antigua novia “hable” a su amante sin mentirle sobre su relación, etc.

Nada es evidente del todo y el tono alegórico está ahí, es sutil y admite diversas lecturas, entre ellas acerca de las oscuras complejidades del amor en una relación de maltrato (tiene tela que, siendo esta película de 2004, a Tarantino se le reprochara hace poco su supuesto “antifeminismo” por el papel de la mala en ‘Los odiosos ocho’). Tras el regodeo infantil con la brutalidad de tantas escenas anteriores de los dos volúmenes de Matar a Bill —Tarantino es tan divertido justo por eso: no se priva con hipocresía de adulto moralizante de disfrutar con lo que un niño aún asalvajado disfrutaría— de repente llega el melodrama y te pilla desprevenido; termina la película y entiendes por qué Kill Bill logra ser “una de acción” que importa de verdad. Bajo los clichés de violencia y aventura había sentimientos auténticos, reforzados justamente por estar contados a través de clichés de fantasía.
(Es lo que Zizek llamó “transubstanciación espiritual de los clichés vulgares” en uno de sus mejores ensayos, “David Lynch o el arte del ridículo sublime”, recogido en su libro Lacrimae Rerum, ahora reeditado por Debate)
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