Estoy convencido. Cuando la civilización occidental caiga, ya sea por el auge imparable de otras potencias, ya sea por los problemas con los recursos energéticos y las materias primas, el peak oil, la sobrepoblación, el cambio climático o todo eso junto en una apocalíptica tormenta perfecta, las imágenes de Nueva York –que habrá en un número imposible de abarcar y probablemente de archivar– serán recordadas como lo más cerca que estuvimos de la «utopía». No es la primera vez que se ha afirmado, y discutido también, la idea de que Estados Unidos, a diferencia de Europa, llegó a realizar realmente la revolución. Al menos, y de ahí mis comillas en utopía, tal vez hasta donde una sociedad humana puede llegar a alcanzarla. Baudrillard por ejemplo señaló que Estados Unidos resulta un país paradójico justamente por ser la utopía realizada. En pocas palabras: a diferencia de las revoluciones europeas, lastradas por una larga tradición de poder y privilegios aristocráticos, la revolución americana tuvo éxito. La república estadounidense sería así una sociedad construida, escribía Baudrillard en su América, sobre la convicción idílica de estar realizando todo cuanto los demás han soñado. Justicia, abundancia, imperio de la ley, riqueza, libertad (otro día escribiré sobre cómo aquí en los States se toman la ley muy en serio, algo que compruebas día a día en cantidad de detalles, y al mismo tiempo la sensación de libertad individual es grande y constante). Una sociedad que lo sabe, que cree en ello, y que por eso mismo consigue que los demás también se lo crean.
Por supuesto, ese mito cultural tan poderoso como para haberse convertido en realidad tiene también sus víctimas sacrificiales, su lado oscuro, la pesadilla americana, y de ahí el carácter paradójico que señalaba Baudrillard. De este modo, la realidad del exterminio de los nativos americanos y de la historia de violencia que está en los cimientos del país, de la condición de los negros aún en nuestros días, de los expulsados en general del sistema o de las amplias manifestaciones del poder militar estadounidense en el mundo, raramente es confrontada con los efectos benéficos –reales para mucha gente, insisto– de la democracia y la Constitución estadounidense. Ambas realidades coexisten en el mismo espacio como las dos caras de una moneda, invisibles la una para la otra, como si no estuvieran relacionadas.
En Nueva York, el Gran Símbolo de esta utopía alcanzada, a nadie le importa de dónde eres porque todo el mundo es de fuera. Si vives aquí, y aquí hay gente de todas las razas, culturas y lenguas, etcétera (el tópico es pura realidad, y basta mirar por la calle, oler los olores de los puestos, probar las comidas, oír los acentos) eres en todo caso un newyorker, punto. Escribo esto desde la New York Public Library, donde me han hecho un carnet de la biblioteca en diez minutos, gratis. Tan solo me han pedido un documento que acredite mi identidad (en Estados Unidos no hay algo como nuestro carnet de identidad, como sabréis, y por eso se admiten distintos documentos para demostrarla) y una carta de la SVA que indicaba mi dirección aquí. Tenía preparado el mejor inglés del que soy capaz para hablar con el empleado de la NYP library que me ha tocado, pero en cuanto ha visto en mi carnet (de identidad, sí) que era de España ha cambiado al español, y en esa lengua se ha dirigido a mí hasta que ha terminado todo el proceso. Era obviamente latinoamericano.
Escribo esto mientras el sol del atardecer entra por uno de los enormes ventanales en arco. Esta biblioteca es monumental, literalmente. Es una catedral laica. Una catedral dedicada a los libros y a la cultura.
(la foto de la NYP Library es de Roy Batty, tomada el sábado)
1 comentario:
Me ha encantado este texto. La reflexión sobre la cultura debiera ser siempre esto: sensibilidad, perspicacia, inteligencia, amor por los detalles. Quien quiera seguir intoxicándose con vomitonas emocionales a lo Carlos Boyero, que siga. Supongo que tienen un sentido ecológico, como lo tiene Benidorm. Yo me quedo con el Cabo de Gata. Enhorabuena, Pepo.
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