martes, 25 de enero de 2022

Tierra de gigantes: Mézières


MÉZIÈRES ES UN NOMBRE INVARIABLEMENTE ASOCIADO A VALERIÁN, AGENTE ESPACIO-TEMPORAL, UNA SERIE QUE A SUS TREINTA Y CUATRO AÑOS DE EXISTENCIA PUEDE CONSIDERARSE CON TODA JUSTICIA LO MEJOR QUE SE HA HECHO EN EL TEBEO EUROPEO DE CIENCIA-FICCIÓN. Y, CIERTAMENTE, EL TRABAJO HISTORIETÍSTICO DE MÉZIÈRES FUERA DE VALERIÁN ES BASTANTE EXIGUO. SIN EMBARGO, BASÁNDONOS EXCLUSIVAMENTE EN LA VASTA INFLUENCIA QUE LA ICONOGRAFÍA DE DICHA SERIE HA EJERCIDO EN EL GÉNERO, MÉZIÈRES ES UN NOMBRE QUE DEBERÍA ASOCIARSE NO SÓLO A GRAN PARTE DE LA HISTORIETA DE CIENCIA-FICCIÓN QUE SE HA VENIDO REALIZANDO DESDE ENTONCES, SINO TAMBIÉN AL CINE CONTEMPORÁNEO DEL GÉNERO. PELÍCULAS COMO ALIEN O TODA LA SERIE STAR WARS —ES DECIR, DOS DE LOS PRINCIPALES REFERENTES DEL CINE DE CIENCIA-FICCIÓN QUE SE SIGUE HACIENDO HOY DÍA— PRESENTAN INCONTESTABLES REMINISCENCIAS ESTÉTICAS, Y EN ALGÚN CASO DIRECTAMENTE PLAGIOS, DEL UNIVERSO IDEADO POR MÉZIÈRES EN VALERIÁN.

TEXTO : PEPO PÉREZ

LOS DATOS

Jean-Claude Mézières nació en París el 23 de septiembre de 1938. Con sólo trece años publicó su primera historieta en Le journal des jeunes, publicación distribuida en un salón de la infancia. Con quince ingresó en la Escuela de Artes Aplicadas de París, donde tuvo como compañero de estudios a Joan “Moebius” Giraud. Paralelamente a tales estudios, entre 1956 y 1958 trabaja como dibujante profesional firmando como Mézi en publicaciones como Fripounet et Mariselte, Cœurs Vaillants o Spirou, donde muestra ya una clara influencia de su principal maestro, el gran Jijé. Tras hacer el servicio militar, en 1961 entra como maquetista e ilustrador en la editorial Hachette, y algo más tarde trabaja en el estucho de publicidad de uno de los hijos de Jijé.

LLEGA UN JINETE LIBRE Y SALVAJE

En 1965 nuestro hombre decide dar un giro drástico a su vida y marcharse a Estados Unidos para trabajar como cow-boy en el Lejano Oeste. No, no es ningún chiste malo; es verídico, por alucinante que parezca. Mézières, impresionado en su infancia por los westerns del cine, estaba obsesionado por hacer realidad su sueño de ser vaquero. A través de un amigo de Jijé instalado en Estados Unidos, Mézières obtiene un visado de trabajo como diseñador industrial (!) y, tras recorrer de paso Nueva York y San Francisco, consigue trabajo en ranchos de Montana y Arizona. Allí descubrirá, en palabras del propio Mézières, “la esencia de la conquista del Oeste” conduciendo tractores, instalando cientos de postes para cercar los pastos y, sobre todo, limpiando establos. Pero Estados Unidos marcó la vida de Mézières no tanto por hacer pedazos su fantasía infantil, sino por dos encuentros capitales para su vida profesional y personal. Por un lado, es allí donde se reencuentra con un amigo de la infancia, un tal Pierre Christin, que trabaja como profesor de literatura francesa en la Universidad de Salt Lake City, Utah. Ambos se conocían desde muy niños, cuando, siendo vecinos, habían coincidido en un refugio antiaéreo durante una alerta de la Segunda Guerra Mundial. Durante su época de estudiantes habían mantenido el contacto e incluso llegaron a realizar juntos un cortometraje, pero luego sus caminos se separaron. Hasta ahora. Por otro lado, es también en Estados Unidos donde Mézières conoce al amor de su vida, Linda, la que después se convertiría en su esposa y con la cual se volvió a París. Para pagar los billetes de vuelta, Mézières realiza su primera colaboración con Christin, Le Rhum du Punch, una historieta de seis páginas inspirada en el estilo de la revista MAD que enviaron por correo a Goscinny (a quien no conocían) y que fue publicada en Pilote. Estamos hablando de 1966. Ya en París, Mézières se decide a volver al tablero para ilustrar, también con guiones de Christin, un serial de ciencia-ficción infantil que consigue colocar nuevamente en Pilote gracias a la mediación de su amigo Giraud, que trabajaba en la revista desde hacía tres años dibujando Teniente Blueberry. Precisamente en esta serie el Mézières cow-boy pasaría en cierto modo a la posteridad, pues una foto suya montando a caballo sirvió de inspiración a Giraud para una de las ilustraciones que adornan los álbumes de Blueberry. “Viaje iniciático y provisión de imágenes deslumbrantes para toda una vida”. Así resumiría Mézières muchos años después su aventura en Estados Unidos.

ENTRA VALÉRIAN

La historieta de ciencia-ficción a la que me refería, señalizada en Pilote entre 1967 y 1968, se titulaba Les Mauvais Rêves (o sea, los malos sueños), y ha pasado a la historia por ser la primera aventura de Valérian. Una aventura que en España sigue inédita y que en Francia no sería recopilada en álbum hasta quince años después, al parecer debido a su extensión, de sólo 30 páginas frente a las 46-48 habituales en los álbumes franceses. Les Mauvais Rêves comienza en el año 2720 en Galaxity, capital de la Tierra y del Imperio galáctico terrestre. Desde el descubrimiento de la teletransportación espacio-temporal, La Tierra ha vivido en una utopía tecnológica mientras unos agentes especiales se encargan de explorar nuevos mundos y de patrullar el tiempo para impedir cambios en el pasado. Como se ve, el planteamiento inicial no resulta del todo original y recuerda, entre otras cosas, al clásico de Asimov El fin de la Eternidad (1955). La principal intención de Christin y Mézières con Les Mauvais Rêves era la de realizar una buena serie de ciencia-ficción, género que por entonces había sido abordado en la bande dessinée poco y mal, lo que para Mézières suponía un terreno gráfico prácticamente virgen en el que todo estaba por inventar. En la elección del género también pesó la afición a las novelas de ciencia-ficción que Christin había desarrollado durante su estancia norteamericana. Ya en la segunda página de Les Mauvais Rêves aparece el protagonista de la serie, el agente espacio-temporal Valérian (o Valerián, como se escribirá en posteriores traducciones al castellano), quien deberá viajar a la Edad Media en pos de un científico renegado, un tal Xombul, que ha escapado allí para intentar sembrar el caos en Galaxity valiéndose de... la magia medieval (ejem). En el siglo XI Valérian encuentra, además de un medievo francamente bien ambientado gracias a la buena mano de Mézières, a Laureline, Laury en algunas traducciones castellanas posteriores, una joven pelirroja que por su arrojo y valentía rápidamente encandilará a nuestro héroe a la vez que descubrirá su secreto, esto es, que se trata de un viajero del futuro. Ningún problema: Valérian se la lleva consigo al año 2720 -parece el mismísimo Mézières trayéndose a su mujer desde el Lejano Oeste hasta París-, donde ambos terminarán de arreglar los estropicios provocados por el malo. Laureline ya da muestras de su fuerte carácter y de su habilidad para salvar a un Valérian torpón y despistado, constante que luego se repetirá en sucesivos álbumes hasta estandarizarse como uno de los gags típicos de la serie. Con este personaje femenino Christin y Mézières pretendían eludir el machismo imperante en la BD y presentar a una verdadera heroína, una mujer valiente y decidida que incluso suele demostrar más inteligencia que el protagonista masculino. Ahora bien, esto no será obstáculo para que la muchacha explote también sus evidentes atributos físicos en posteriores episodios, justo cuando le son convenientes para el éxito de su misión. En cuanto a la relación entre Valérian y Laureline, es curioso comprobar cómo el lector da por supuesto desde el principio que son pareja, cuando realmente los diálogos o gestos explícitos en este sentido son realmente escasos, al menos durante la primera etapa de la serie. Les Mauvais Rêves es, pues, una aventura dirigida al lector infantil, con un guión liviano, lleno de peripecias y gags de humor blanco. Ni guionista ni dibujante están seguros de la dirección que quieren darle a su serie ; es un trabajo de aprendizaje, de prueba y error, de presentación de los personajes y conceptos esenciales de la serie. Hay ideas, hay maneras, hay entusiasmo, se nota una intención. Pero el resultado es poco sólido, sobre todo en el guión, algo comprensible ya que Christin estaba aprendiendo el oficio. Por cierto, que éste firma con el seudónimo Linus, cosa que repetirá en un par de álbumes posteriores. Mézières, en cambio, demuestra ser un historietista ya formado, al menos en el terreno narrativo, y posee ese intransferible savoir faire para contar las cosas de modo muy clarito y dinámico a la vez. Sin embargo, aún se encuentra en un evidente período de búsqueda de su propio estilo ; de ahí que su acabado, tosco e inseguro, diste bastante de su grafismo característico. Su dibujo muestra todavía la acusada influencia de Franquin y Morris (el Valérian primigenio es clavado a Lucky Lucke), evidentes en el desparpajo del trazo y en el modo de caricaturizar las fisonomías. Pero hay otra influencia más determinante en Mézières, la de Jijé, maestro también de Giraud y del propio Franquin. De Jijé hereda Mézières, vía Giraud, la habilidad para las ambientaciones, el impresionismo de la mancha y el tratamiento de la luz y las sombras que el creador de Jerry Spring había aprendido a su vez de autores como Caniff o Robbins, poniendo así a Mézières en relación indirecta con la escuela del claroscuro norteamericano. De la combinación de estas influencias se irá forjando el estilo típicamente mézièresco, esa peculiar mezcla entre realismo y caricatura. Precisamente es el toque humorístico de su dibujo el que, afirma Christin, condicionará los guiones de Valérian, cargados de sentido del humor, ironía, desenfado, optimismo. 

La buena acogida de Les Mauvais Rêves anima a sus creadores a continuar la serie. La ciudad de las aguas turbulentas (La cité des eaux mouvantes, 1970) es la segunda aventura de Valérian y la primera recopilada en álbum tras su señalización previa en Pilote, rutina que se repetirá en la mayoría de álbumes ulteriores. En el dibujo hay avances enormes: si en las primeras páginas nuestro hombre se muestra torpe y envarado, a las treinta planchas estamos ya ante un dibujante mucho más seguro y suelto, más parecido al Mézières que hoy conocemos. Aunque su estilo sigue muy aferrado a la caricatura -los personajes todavía tienen fisonomías muy infantilizadas-, el trazo, la mancha, las sombras, poseen ya su inconfundible desparpajo. En cuanto al guión, sin ser nada del otro mundo, es ágil y se reitera en la misma estructura de la primera aventura, es decir, el modelo Spirou: aventuras ligeras en las que suceden cantidad de cosas y cuentan con gags periódicos para mantener la atención del lector infantil. La historia se sitúa en una espeluznante Nueva York post-apocalíptica inundada por las aguas a causa de una explosión atómica acaecida en 1986 en el Polo Norte, situación vista luego hasta la saciedad en otras historietas. En aquel entonces, el año 1986 sonaba muy lejano y muy “futurista” ; estaba claro que a Christin y Mézières no se les había pasado por la cabeza que se estaban embarcando en una serie, que iba a prolongarse hasta rebasar con creces tal lecha. El álbum concluye con un escalofriante final que nada tiene de gracioso o infantil : las contradicciones en el tono de la serie comienzan a aparecer.

Entre 1969 y 1970, Mézières también ilustra para Pilote guiones ajenos al universo de Valérian, entre ellos los firmados por Fred o Goscinny, pero el éxito de la serie le obliga poco a poco a centrarse exclusivamente en ella. De Valerían también aparecen en estos años cinco historietas cortas en Super Pocket Pilote. Con guión de Christin, por supuesto.

POR LOS CAMINOS DEL ESPACIO

La siguiente aventura larga de Valérian, El imperio de los mil planetas (L'empire des mille planètes, 1971), muestra ya a unos autores más seguros de sus recursos y también de lo que quieren contar. Valérian y Laureline han de infiltrarse en el decadente imperio de Sirta para descubrir quiénes son Los Entendidos, una aristocracia corrompida que gobierna en la sombra a los sirtianos. Es éste el álbum fundacional de Valérian, el que fija definitivamente las dos constantes de la serie: por un lado, el relato de ciencia-ficción oculta siempre una parábola política o sociológica cargada de ironía sobre el mundo contemporáneo (en este álbum, sobre la corrupción del poder y la revolución de los oprimidos frente a las clases pudientes opresoras ; temas tratados aquí, todo hay que decirlo, de modo ingenuo y poco articulado), una intención que obedece al interés de Christin por el periodismo -en cuya Facultad de Burdeos imparte clases desde hace muchos años — y la sociología. La otra constante de la serie, motivada por la afición de los autores a la etnografía y los relatos de viajes, será la descripción minuciosa de los distantes mundos de un cosmos superpoblado en el que las distintas razas alienígenas interactúan y comercian entre sí, incluyendo una crónica exhaustiva de las características físicas y sociales de las diversas especies extraterrestres. Como un National Geographic pero a nivel cósmico. Al servicio de este catálogo de maravillas se encuentra el exuberante dibujo de Mézières, que muestra aquí por primera vez sus características más famosas : sus desbordantes diseños de la fauna y flora alienígenas, sus imaginativos escenarios, vehículos y arquitecturas (en este caso una suerte de Venecia extraterrestre), sus alienígenas de aspecto casi siempre simpático y bonancible.

(“EI cosmos de Valérian, el cosmos de Mézières, no es feo y agresivo. Más bien debe parecer un sitio que despierte las ganas de irse a pasear por ahí, porque uno puede encontrarse con bestezuelas muy simpáticas” [Mézières entrevistado en 1998 por Jaime Rodríguez en Slumberland n° 30]). Para todos esos diseños, Mézières se inspira en otras artes ajenas al cómic (de hecho, este hombre no lee tebeos, como mucho los ojea; dice que prefiere leer libros y revistas): arquitectura, historia del arte y cine, entre otras aficiones, son integradas en la estética mézièresca. Por supuesto, también el Oeste americano dejó huella en su visión de la ciencia-ficción, polvorienta, orgánica, sucia, que rompe con las estampas limpias y asépticas hasta entonces habituales en el género. Aunque El imperio de los mil planetas sea uno de los álbumes más recordados de la serie, probablemente se debió más al novedoso impacto conceptual y visual que a la historia en sí, la cual, sinceramente, no es gran cosa: diálogos interminables, textos de apoyo redundantes, final muy atropellado, muy explicado mediante palabras en lugar de con acciones. A pesar de ello, hay pasajes inolvidables: la tormenta de hielo —literal: columnas de hielo caen del cielo— que atraviesan nuestros protagonistas y la posterior lluvia de flores son de una originalidad y belleza sobrecogedoras. El país sin estrella (Le pays sans étoiles, 1972) es una fábula mucho menos ingenua y con más retranca que la del anterior álbum. Valérian y Laureline adquieren una fisonomía más realista aunque sin abandonar del todo los rasgos caricaturescos (esos entrañables cabezones tan típicos de Mézières); en otras palabras, el grafísmo se decanta hacia el lector juvenil, acorde con el nuevo tono de los guiones. Nuestros héroes deben salvar a un planetoide hueco de la colisión con otro planeta, con el obstáculo añadido de que sus habitantes se hallan sumidos en una perenne guerra civil e ignoran la existencia del espacio exterior. Aquí el subtexto político aborda la guerra en general y la guerra de sexos en particular —una de las sociedades en guerra es matriarcal ; la otra, patriarcal— y nos dice, en clave no cruenta sino mordaz, que iniciar una guerra es fácil pero terminarla no tanto: cualquier guerra se retroalimenta de una lógica absurda alimentada por la ignorancia y el desconocimiento entre los contendientes —es más fácil odiar lo que no se conoce–, atrapados en una espiral eterna de resentimiento. En este sentido, el álbum evoca fielmente ese punto al que se llega en todos los ciclos bélicos de olvidar por qué se lucha, por qué empezó la guerra. A pesar del desenlace, tan tontorrón y apresurado como el del anterior álbum, el guión muestra ideas brillantísimas, sobre todo con ese planeta yermo en su superficie, pero hueco por dentro, en cuyo interior flota un sistema solar en miniatura. Por su parte, Mézières despliega nuevamente su capacidad para dibujar arquitecturas exóticas y faunas nunca antes visualizadas: edificios de inspiración bizantina y turca, dirigibles remolcados por enormes insectos volantes, animales alienígenas como armas vivientes.

Bienvenidos a Alflolol
(Bienvenue sur Alflolol, 1972) es una fábula amable pero muy politizada sobre el retorno de un pueblo de seres extremadamente longevos a su planeta tras darse una vueltecita de 4.000 años por el espacio, sólo para encontrárselo colonizado por el imperio terrestre. El choque (pacífico) entre ambas culturas, una industrial y mercantilista, la otra, pacífica y de buen vivir -los habitantes de Alflolol no saben lo que es el trabajo-, no se hará esperar. Mézières está tremendo, y no sólo ha cuajado ya su estilo definitivo, sino que también se atreve con angulaciones diversas : picados, contrapicados, viñetas inclinadas... El siguiente álbum, Los pájaros del amo (Les oiseaux du maître, 1973), supone otro avance en la serie. Para empezar, el tono de la historia es ya cualquier cosa menos infantil: es sombrío, casi terrorífico, y a ello contribuye el dibujo, decididamente goticista en el diseño de personajes -algunos de ellos parecen directamente gárgolas— y en el uso profuso de las masas de negro. Recuerdo haber leído este álbum con 9 ó 10 años y haberme estremecido de miedo con su lectura. Y no es para menos: en un gran asteroide de yermos desiertos y volcanes en erupción, sus habitantes trabajan como esclavos para alimentar a un “Amo” al que nadie ha visto nunca, y cuya policía represora consiste en vina bandada de aterradores pájaros que atacan a quienes se atreven a rebelarse. Se supone, o al menos eso es lo que cree el pueblo, que su picadura causa la locura. La moraleja de la historia, diáfana en el desenlace, nos dice que no hay peor tirano para el hombre que la alienación y los falsos miedos, especialmente el miedo a la libertad y esa paradójica necesidad del ser humano de someterse a alguna autoridad. “Lo que me inquieta más es pensar que El Amo se pasea por algún lugar del espacio...”. “Sí, y como saca su poder de la resignación de los otros, no le costará encontrar lugares donde guste la autoridad”, dicen Valérian y Laureline, respectivamente, en este álbum. No sé si el célebre ensayo de Eric Fromm El miedo a la libertad, tan de moda en aquellos años inmediatamente posteriores a mayo del 68, tendría algo que ver con todo esto, pero desde luego así lo parece. Hay también un salto cualitativo en el guión técnico: a pesar de una historia demasiado lineal, la estructura argumental resulta más medida y fluida, existen remansos en la acción, se han reducido al fin aquellos agotadores textos de apoyo que empantanaban anteriores álbumes; encontramos secuencias más visuales, más “de historieta”. Son ejemplares en este sentido las páginas 26-27 de la edición española, o la página inicial del álbum, que arranca con la acción ya empezada mientras Valérian y Laureline navegan, a través de seis viñetas en raccord, en un extraño mar embravecido dentro de una lancha de salvamento ; la absurda discusión que mantienen, además de conseguir de entrada nuestra sonrisa, nos informa con escuetos diálogos sobre el motivo de su naufragio. Si nos estamos deteniendo tanto en el guión de los álbumes de Valérian en un artículo dedicado a Mézières y no a Christin es porque existen razones de peso para atribuirle al primero bastante más autoría que la del mero dibujo. Dejando a un lado razones puramente subjetivas (personalmente, las historias de Valérian me parecen más brillantes y mejor desarrolladas que las que produce Christin con otros dibujantes; por ejemplo, Enki Bilal o Annie Goetzinger, demasiado envaradas y “literarias”), está el método de trabajo de Christin y Mézières, una verdadera partida de ping-pong. A la hora de preparar un nuevo Valérian, ambos charlan sobre qué les interesaría escribir y dibujar; a partir de ahí Christin escribe una sinopsis que discute con Mézières quien suele introducir numerosos cambios; luego Christin pergeña el guión técnico desglosando las viñetas y escribiendo los diálogos. Pero es finalmente Mézières quien concibe la narrativa, quien elige los planos y quien introduce todavía modificaciones en ese guión. Como se ve, ambos integran un tándem tan compenetrado que Mézières ha afirmado repetidamente que no trabajaría con otros guionistas, más que nada porque le resultaría difícil encontrar a alguno que se adaptase a su forma de trabajar, “un poco opresiva” en sus propias palabras.

LA MODESTIA DE UN GRAN HISTORIETISTA

Durante toda la década de los setenta, el culto a la serie ha ido en aumento. Mézières se ha convertido en un dibujante conocido, sus álbumes se venden bien, los fanzines le dedican monografías, la estética de la serie ha cuajado y está influyendo enormemente a numerosos autores, y no sólo a debutantes. Y sin embargo, no ha llegado a convertirse en una verdadera estrella de la BD. Su dibujo no recibe malas críticas, pero tampoco grandes halagos. El propio Mézières habla de esto en sus entrevistas, consciente de las causas: su dibujo es simple, modesto, siempre supeditado a la narración. “Yo soy ante todo un contador de historias. Podría dibujar planchas espectaculares, pero si no ayudan a narrar mejor la historia, serían banales y fallidas. La BD es un arte narrativo, es la imagen al servicio de la historia, y en este sentido tanto Christin como yo rehuimos el efecto por el efecto. Hergé tenía el mismo discurso” (Mézières entrevistado en el fanzine francés P.L.G.P.P.U.R, n° 15, 1984). He aquí el quid del enorme valor de Mézières como historietista, a veces no suficientemente reconocido por aquellos que tienden a minusvalorar su trabajo precisamente porque su estilo gráfico no es demasiado llamativo. Al contrario, es funcional y rehuye virtuosismos gratuitos, que es justo como debe ser el dibujo de historieta. Un dibujo que se haga invisible y no llame la atención, que no distraiga de la historia, que logre hacernos olvidar que los personajes son sólo dibujos en un papel. Si una viñeta es demasiado recargada o llamativa, por muy buena que sea como ilustración, distraerá nuestra atención y nos recordará que es un dibujo, y por tanto habrá fracasado en su función de suspender la incredulidad del lector y sumergirle en la historia. Los dibujantes de historieta han de ser buenos narradores, no ilustradores exhibicionistas. Este discurso, del que participan todos los grandes maestros del cómic, parece haberse perdido lamentablemente en numerosos dibujantes de las nuevas generaciones, ansiosos únicamente por demostrar las virguerías de que son capaces. El dibujo de Mézières, en cambio, es un dibujo sin detalles innecesarios, adusto, discreto: parece casual, incluso descuidado. Y, sin embargo, que lejos está de ser casual : un lento y duro proceso de toma de decisiones se oculta tras cada una de sus planchas. Contaba Mézières durante el Salón de A Coruña de 1998 que siempre trabaja planificando de cinco en cinco páginas para así medir mejor el tempo de la narración, que piensa mucho la planificación antes de dibujar y que por eso es tan lento, que incluso desecha páginas una vez dibujadas si la “melodía” de la narrativa no le “suena” bien... “Para mí, la fuerza de Valérian está en la consistencia del relato, en la estructura de la historieta en imágenes. Eso es lo que me atrae : que el relato sea de una limpieza y fluidez extraordinarias, aun cuando se trate de una historia compleja. Lo que cuenta es la elección de las imágenes, la composición de una página con respecto a la siguiente. Hay imágenes que son puntos y aparte, otras que son comas. En fin, se trala de una escritura. Y eso es lo que más me interesa. En cuanto al dibujo, uno hace lo que puede, pero no soy de los mejores... Vuelvo a insistir en que lo mejor del cómic no es precisamente lo mejor dibujado” (Mézières entrevistado por E. S. Abulí en Cimoc n°55). Si la magistral capacidad narrativa de Mézières es de clara raigambre clásica, muy respetuosa con los maestros de los que ha aprendido, quizás la aportación más novedosa de su grafismo se encuentra en el acabado, de una soltura y atrevimiento impresionantes. Sus gestuales tintas poseen una cualidad urgente, un poderío expresivo que apenas tienen parangón en el medio; si acaso en Jack Davis, en Kyle Baker, un poco en el Eisner de madurez –el único autor americano que le gusta a Mézières, y con el que ciertamente guarda algunos puntos en común— y, sobre todo, en el pincel salvaje de Klaus Janson. Un grafismo, pues, libre, espontáneo, acorde con su discurso sobre la fluidez narrativa, que consigue dotar a los personajes de gran movimiento y naturalidad. Coherentemente con toda esta teoría, los colores de Valérian son igualmente discretos y narrativos, pensados para facilitar la lectura y no para destacar. Unos colores estupendos de los que se ha encargado siempre la hermana pequeña de Mézières, Évelyne Tranlé (quien firma a veces como Tran-lé). 

El embajador de las sombras (L 'ambassadeur des ombres, 1975) es el primer gran álbum de Valérian y el que anuncia la subsiguiente etapa de esplendor, además del primero traducido en los Estados Unidos. Laureline, la auténtica protagonista de esta aventura, debe encontrar a Valérian y a un embajador de La Tierra que han sido raptados a causa de la creciente injerencia terrestre en la política galáctica ; el escenario, una impresionante estación espacial gigante llamada Punto Central, un meeting point para una miríada de razas galáticas. Álbum ejemplar en ritmo, visualidad y variedad de escenas, verdadero epítome del mejor Valérian, resulta particularmente imaginativo en las características físicas y sociales de los hábitantes de Punto Central, con un Mézières especialmente inspirado en el diseño de decorados y personajes, algunos de los cuales volverán a aparecer en álbumes ulteriores (el propio Punto Central; el Transmutador de materia Gruñón de Bluxe, un bichejo capaz de multiplicar cualquier cosa que come; los tres Shinguz, alienígenas que mercadean con todo tipo de información y que dialogan continuando las frases entre ellos al modo de los Hernández y Fernández de Tintín) así como en alguna conocida película de 1977 de la que luego hablaremos.

Mundos ficticios (Sur les terres truquées, 1977) demuestra nuevamente la capacidad de los autores para no repetir planteamientos de un álbum a otro y sorprender así al lector. El punto de partida habitual se invierte: en lugar de mostrar mundos extraños vistos desde ojos terrestres, será un artista alienígena el que recree diversos escenarios de nuestra Historia mientras un ejército de clones de Valérian investiga tales replicas. La vulgar portada no debe engañarnos, pues tras ella se encuentra un álbum magnífico, excepcionalmente dibujado –Mézières se emplea a fondo en las escenas históricas–, con un argumento muy moderno en su concepción y desarrollo : la acción se inicia nuevamente ya comenzada y avanza a un ritmo implacable, dando por sabida gran cantidad de información que el lector habrá de descubrir sobre la marcha. Un tebeo vertiginoso, visual y poco discursivo que también contiene una leve moraleja -puesta en boca de Laureline — contra el uso instrumental del hombre en las escenas de nuestro pasado: el imperialismo británico, la Primera Guerra Mundial.

Los héroes del equinoccio (Les héros de l'equinoxe, 1978) es aventura en estado puro y una parodia bastante graciosa del cómic de superhéroes (que no gusta a ninguno de los dos autores). El álbum narra la competición entre Valérian y tres campeones alienígenas con superpoderes ; el vencedor será el progenitor de una nueva generación de niños para salvar una raza anciana y estéril (una idea que, por cierto, será explotada posteriormente por Jodorowsky y Moebius en El Incal). La parodia alcanza también a uno de los temas favoritos de los autores, el de los roles tópicos del hombre y la mujer. Así. una diosa madre gigantesca y voluptuosa será la que finalmente elija a su gusto al candidato idóneo para la procreación; en el mismo sentido, Laureline, ante la tardanza en regresar de Valérian, habrá de viajar para arrancarlo de los brazos de la diosa madre, superando para ello las mismas pruebas por las que han pasado los varones y dejando así en entredicho la magnitud de sus hazañas. Mézières demuestra un fascinante brío en el entintado y una osadía inédita en la diagramación, con varias espectaculares dobles planchas en las que rompe la disposición clásica de tiras. A ello hay que añadir un inolvidable diseño de escenarios (desiertos, pantanos, paisajes helados, espléndidas arquitecturas de corte grecorromano), de fauna alienígena (menudos bicharracos se tienen que cargar los héroes), y de personajes (magnífica y a la vez hilarante la pinta y la personalidad de los “superhéroes” que compiten junto a Valérian, con cofias a costa de personajes Marvel -el más evidente, Thor — y del Arzach de Moebius). Sin lugar a dudas, el Valérian más impresionante gráficamente.


CÉNIT Y CREPÚSCULO DE VALÉRIAN

Tras la aparición en 1979 de Par les chemins de l'espace, un álbum de la colección 16/22 de Dargaud que recopilaba las viejas historietas cortitas de Valerían que aparecieron en Super Pocket Pilote, la década de los ochenta se inaugura para la serie de modo inmejorable. Metro Châtelet dirección Casiopea (Metro Châtelet direction Cassiopée, 1980) y Brooklyn Station término Cosmos (Brooklyn Station terminus Cosmos, 1981) representan, en opinión del que esto suscribe, el pináculo creativo de la serie y la obra de madurez de ambos autores. Valérian viaja al presente de la Tierra para detener unas misteriosas apariciones de fuerzas elementales mientras Laureline investiga la clave del misterio en la otra punta del espacio. Es ésta una saga en dos álbumes de tono bastante oscuro, tanto por la trama, cargada de misterio, como por la melancolía que impregna todo el relato, presente en la atmósfera sombría del París de los ochenta -esos cafés, esa espeluznante escena en el metro parisino-, en la brumosa campiña francesa, en las nevadas calles de Brooklyn. Pero el tono crepuscular también está en la desgana que muestra Valérian a lo largo de toda su misión, en la apagada amargura e incluso agriedad que progresivamente va existiendo entre él y Laureline, una relación que aquí se revela de modo más evidente que nunca como de pareja ; es más, de pareja en crisis (impagable en este sentido el mosqueo de Laury cuando, al comienzo de Brooklyn Station, descubre que Valérian se ha acostado con otra en París). Son estos dos álbumes, pues, los más adultos de la serie, los más ricos en matices. El subtexto del relato fantástico aborda en este caso la avaricia e inmoralidad de las grandes multinacionales, pero también la inevitable decadencia de cualquier relación de pareja, en este caso reforzada por la lejanía y la falta de comunicación y entendimiento, tal como reflejan los intentos cada vez más infructuosos de enlace telepático entre Laureline y Valérian. En cuanto al guión técnico, el tempo de la acción está meticulosamente medido, no hay textos de apoyo, los diálogos son más concisos que de costumbre. En este sentido, el comienzo, inolvidable, anticipa ya la cualidad de obra mayor de Metro Châtelet: esplendorosas imágenes del espacio exterior se acompañan de unos textos de apoyo que parecen dirigidos al lector ; en realidad se trata del diálogo telepático de Laureline con Valérian: unas pocas frases nos cuentan todo el planteamiento de la historia, además de transmitirnos la nostalgia que la heroína siente por su Valérian. Por cierto que la idea principal del planteamiento es realmente brillante: presentar en contraste dos ambientaciones antagónicas, el presente de la Tierra donde se halla Valérian y los mundos extraterrestres que recorre Laury en su periplo espacial. Asimismo, al contextualizar el elemento fantástico -las apariciones alienígenas que investiga Valérian — en el entorno real del París y el Brooklyn de los ochenta, la sensación de maravilla es mayor que nunca. No obstante, aunque sea ésta saga mi favorita de la serie, no es del todo redonda: el desenlace en el final de Brooklyn Station es, admitámoslo, un tanto chorra y anticlimático, apenas salvado por la ironía de que nuevamente deba ser Laureline, más mordaz que nunca, la que saque las castañas del fuego a un indolente Valérian más negligente que de costumbre (si cabe). La última página sí resulta, en cambio, de un talento portentoso: una composición de pequeñas viñetas mudas nos transmite de modo soterrado pero palpable la soledad y amargura con que Valérian debe volver a Galaxity para intentar arreglar su relación con una Laureline cabreada -nunca mejor dicho — y herida. Como suele ocurrir con los autores en estado de gracia, a una gran obra de madurez le siguen unos cuantos trabajos que mantienen el nivel de creatividad y talento. La saga posterior a Metro Châtelet, también de dos partes, Los espectros de Inverloch (Les spectres d'Inverloch, 1984) y Los rayos de Hipsis (Les foudres d'Hypsis, 1985), mantiene la inspiración y el nivel creativo, aunque el tono crepuscular deje otra vez paso al optimismo habitual de la serie junto a un cierto humor británico acorde con la historia, que comienza en 1984 en un castillo escocés. Un humor sutil que se torna pronto una hilarante sucesión de gags encadenados a costa de los embrollos provocados por el ridículo alien team que se junta para esta misión (ese Glapum'tiano que se come las rosas de su anfitriona Lady Charlotte; esos Shinguz que beben linimento para caballos; ese césped de la mansión repetidamente destrozado por el aterrizaje de las naves que van llegando, un gag que se repite periódicamente en homenaje, dice Mézières, al estilo de Goscinny). Estamos ante dos álbumes de lectura ágil y placentera a los que hay que sacar un único pero: un desenlace atropellado y contuso que desmerece todas las peripecias por las que han atravesado nuestros héroes -un defecto, como se ve, bastante frecuente en Valérian-. Los autores intentaban solucionar en esta saga la “paradoja temporal” en la que se habían metido sin querer cuando en La ciudad de las aguas turbulentas fijaron en 1986 la fecha del cataclismo atómico que indirectamente provocaba el nacimiento de Galaxity. El 1986 real estaba a punto de llegar, así que aquello había que arreglarlo como fuese. La solución aportada al final de esta saga es, como digo, embrollada y contradictoria, pero con un resultado crucial: Galaxity desaparece del curso temporal y con ella todo el futuro de la tierra que conocían nuestros héroes. Mézières, por su parte, continúa en estado de gracia y vuelve a demostrar su capacidad para dibujar bien cualquier cosa –castillos escoceses, caballos en movimiento, barcos veleros— y no sólo alienígenas o naves espaciales. Como se ve, el mismo planteamiento que tan buenos resultados dio en la saga Metro Châtelet, enmarcar las maravillas cósmicas en nuestro presente, sigue rindiendo frutos.

A mediados de los ochenta, Valérian puede proclamarse ya con todo merecimiento la mejor BD de ciencia-ficción de todos los tiempos. Los álbumes se siguen sucediendo con regularidad, el culto a la serie va en aumento, se publica en 15 países del mundo, incluyendo toda Europa, Estados Unidos. Brasil, Colombia e incluso alguna revista de Indonesia. En 1983, Dargaud había editado por petición popular el libro Mézières et Christin avec…, recopilando por primera vez en álbum el primer Valérian, Les Mauvais Rêves (de la cual incluso existía una edición pirata de 1981). El volumen incluía también las historietas cortas que Mézières realizó como autor completo durante los setenta, además de varias ilustraciones y una aventura inédita de Valérian con guión de Christin. Les Astéroïdes de Shimballil, realizada para un proyecto de “video-historieta” que pretendía combinar imágenes fijas de dibujos tratados en video con una banda sonora. En 1984, como reconocimiento a su labor de todos estos años, Mézières recibe el Gran Premio de Angoulême. El evento es conmemorado con una exposición centrada en Valérian, impresionante según los que tuvieron la suerte de verla. «Hicieron un montaje increíble. [...] A mí, que no me gustan mis dibujos, me impresionó gratamente. Me gustaron mis dibujos. Me dije: “Ah, pues no están nada mal”» (Mézières entrevistado en Cimoc n°55, 1985).

El siguiente Valérian, Fronteras cósmicas (Sur les frontières, 88) supone un punto y aparte. Se trata de un episodio autoconclusivo que parte del planteamiento abierto por la anterior saga: Valérian y Laureline, sin patria ni misión ahora que Galaxity ha desaparecido, deciden quedarse por el momento en nuestro presente para colaborar con los servicios secretos terrestres en orden a resolver una misteriosa confabulación para provocar un conflicto nuclear. El tema de fondo, como se ve, es la guerra fría y la amenaza atómica. Pero la estructura argumental resulta nuevamente fallida: buen planteamiento, buen nudo, desenlace decepcionante que deja demasiados cabos sin atar. Aún así, el álbum conserva gran parte del brío propio de la época gloriosa de la serie: hay personajes nuevos, hay nuevas ideas, hay buenos gags, pero también cierta amargura personificada en el personaje de Jal, un agente espacio-temporal que en su obsesión por recuperar un amor perdido intenta hacer todo lo posible, sin reparar en la moral de sus actos, para restaurar Galaxity y conseguir que todo vuelva a ser como antes. El dibujo experimenta a partir de este álbum un cambio sutil: el acabado es más abocetado de lo habitual, más basto, algo nada casual. Mézières explicaba durante su estancia en el Salón de A Coruña de 1998, con evidente exageración, que últimamente le gustaba entintar casi casi con los ojos cerrados, a ver qué le salía. Quería sorprenderse con el dibujo, que fuese más espontáneo aún, de ahí que intentara terminar los lápices lo menos posible.

En los álbumes siguientes de Valérian se inicia, a mi entender, la lenta decadencia de la serie, siguiendo también el ciclo de todo creador una vez alcanzada la madurez creativa. Los autores ya han dicho todo lo que tenían que decir, los personajes han hecho todo lo que tenían que hacer, ya han sido expuestos a todas las aventuras y situaciones vitales posibles; todos los mundos fantásticos han sido explorados. Sólo queda, pues, espacio para la rutina, para la repetición, para la nostalgia de los fans. Este lento declinar se inicia en Las armas vivientes (Les armes vivantes, 1990), un episodio demasiado anecdótico e irrelevante, uno de los peores de toda la serie, que transmite la continua y desagradable sensación de algo ya visto. De nuevo hay un planeta desconocido (que recuerda demasiado al de Los pájaros del amo), de nuevo hay un desfile de razas espaciales (demasiado parecidas a algunas ya conocidas), de nuevo hay un mundo en continua guerra (que recuerda demasiado al de El país sin estrella), pero, ante todo, hay un alarmante vacío argumental en todo el álbum. El nuevo planteamiento abierto por Los Rayos de Hipsis -el hecho de que Valérian y Laury sean ahora dos vagabundos espaciales sin patria a la que volver-, es tristemente desperdiciado en el reciclaje de ideas ya explotadas. Para colmo, uno de los bichejos protagonistas, el Schniarfador, es de lo más irritante de toda la serie, algo así como el Jar Jar Binks del film La Amenaza Fantasma pero en agresivo. El bajón creativo se remonta algo en El círculo del poder (Le cercle du pouvoir, 1994), más inspirado tanto de guión como de dibujo, para el cual, por cierto, Mézières aprovechó algunos diseños que acababa de realizar para el film de Luc Besson El Quinto elemento, por aquel entonces un proyecto en vía muerta. Véase si no esa ciudad futurista-barroca de múltiples niveles, o ese taxi volante, igualito al que conduce Bruce Willis en la citada película. Pero la decadencia resulta ya imparable en el ciclo argumental integrado por Rehenes de Ultralum (Otages de l 'ultralum, 1996) y El huérfano de las estrellas (L 'orphelin des astres, 1998), dos álbumes muy menores que intentan continuar sin demasiadas ganas ni convicción parte de la trama iniciada en Fronteras cósmicas. Si acaso, lo más curioso de El huérfano de las estrellas sea la gracia de ver a Christin caricaturizado en la piel de un personaje secundario, Julius, un guionista de cine alienígena. Así pues, el agotamiento de la serie desde Las armas vivientes es patente; incluso hay un cierto retorno al tono infantil. Los conceptos y personajes se reciclan una y otra vez: vuelven los Shinguz y el Transmutador de materia, revisitamos Punto Central (en Rehenes de Ultralum hay viñetas en este sentido casi idénticas a las de El embajador de las sombras); hasta los chistes se repiten (el gag final de El círculo del poder es igualito al de El embajador de las sombras). Con este lamentable revival se pierde uno de los valores más importante de la serie, la renovación de planteamientos de un álbum a otro. Este aprovechar el trabajo ya hecho también está en Los habitantes del cielo. Atlas cósmico de Valérian y Laureline (Les habitants du ciel: Atlas cosmique de Valerian et Laureline, 1991), un álbum de Dargaud fuera de colección en el que Christin y Mézières establecen un catálogo, a modo de enciclopedia, de todas las criaturas que Valérian y Laureline han ido encontrando en sus viajes. Por lo demás, el libro es muy bonito, resulta ingenioso en su concepción, demuestra la coherencia del universo de Valérian y contiene unas ilustraciones a color directo sencillamente preciosas.

Una última curiosidad sobre Valérian. Han existido varias tentativas de adaptar la serie a los dibujos animados ; la más seria fue la de 1991, cuando Antenne 2. CNC y Dargaud Films se asociaron para producir una serie televisiva de animación sobre el personaje, pero sólo llegó a realizarse un piloto de tres minutos. Los fondos fueron pintados por el propio Méziéres para, en sus propias palabras, «conservar al máximo la atmósfera» de los álbumes.

DISCÍPULOS Y LADRONES

A los treinta y cuatro años de su creación, 
Valérian sigue siendo la space opera más memorable e influyente del cómic europeo. Tanto por la consistencia de su universo, como por su longevidad, como por su repercusión en el modo de plantear y visualizar la ciencia-ficción, hay un antes y un después de ella. En una época de vacío y olvido del género, Valérian supuso un revulsivo que generó un renovado interés por la ciencia-ficción, tanto en Europa como en Estados Unidos, estableciendo de paso nuevos parámetros para el género. Veamos ejemplos.

Valérian está presente, al menos en la génesis conceptual, del Dani Futuro de Víctor Mora y Carlos Giménez, que empezó a publicarse en 1969, sólo dos años más tarde del primer episodio de Valérian. Está en Yoko Tsuno, colección de Roger Leloup cuyo primer álbum data de 1970 y que viene a ser como un 
Valérian que hubiese continuado por el camino infantil de aventuras à la Spirou de sus dos primeros episodios, con el añadido de que la heroína de Leloup sigue claramente la estela de Laureline. En cambio, la muy bizarra Luc Orient de Greg y Eddy Paape es prácticamente coetánea de Valérian (la primera aventura de esta serie, una especie de Flash Gordon a la europea, había empezado a publicarse en la revista Tintín en 1966, cuando Christin y Méziéres estaban aún en Estados Unidos). Otra serie que sí recuerda demasiado a Valérian -aunque también a La Guerra de las Galaxias— es Gigantik, realizada por Víctor Mora y Josep Mª Cardona para el mercado europeo de finales de los setenta. Asimismo, Valérian está en gran parte de la historieta de ciencia-ficción adulta de los setenta y ochenta, tanto en los conceptos argumentales, como en las referencias visuales. Pienso en algunas historietas de Juan Giménez, o en la obra de Rotundo y Barreiro El Pescador, que parece un spin-off de La ciudad de las aguas turbulentas; pienso incluso en el propio Giraud, que en los setenta retomó su personalidad de Moebius para subirse al carro del que había empezado a tirar Méziéres. El estilo visionario de Valérian también tuvo un gran impacto en algunos historietistas norteamericanos. El caso más notorio es el de Walt Simonson, cuyo trabajo –magnífico, por otra parte— en las series Marvel Thor y luego en Los 4 Fantásticos presenta evidentes reminiscencias valérianas; de hecho, Simonson suele citar a Kirby y a Méziéres como sus dos principales influencias.

Más allá de estas reminiscencias, también hubo plagios. Cuenta Méziéres en una entrevista al fanzine P.L.G.P.P.U.R (n° 15, 1984) una jugosa anécdota sobre una historieta de Angus McKie publicada en Heavy Metal titulada So beautiful, so dangerous. En ella Méziéres descubrió perplejo que McKie le había copiado íntegramente la página 6 (edición española) de El embajador de las sombras, una splash en la que aparecía por primera vez Punto Central. Tras enviar una carta a la revista sin obtener respuesta, Méziéres consiguió la dirección de McKie y le escribió directamente. Este le respondió disculpándose, expresando su admiración hacia Méziéres e intentando justificar su plagio por el retraso en las fechas de entrega. La cosa terminó amistosamente e incluso McKie le ofreció el original a modo de compensación.

Pero la repercusión de Valérian no sólo alcanzó a la historieta. Su influencia también resulta decisiva en la estética del cine de ciencia-fícción contemporáneo. Ahí están las visiones de una tecnología orgánica que Alien (1979) presentó como «novedad» en el cine, las arquitecturas yuxtapuestas y los ambientes urbanos multirraciales de Blade Runner (1982); incluso los insectos-arma de la reciente Starship Troopers (1997) de Paul Verhoeven parecen sacados directamente de El país sin estrella. Pero el caso cinematográfico más flagrante de «inspiración» en Valérian es el de la serie Star Wars (desde 1977): no hay que ser fan de Méziéres para detectar parecidos más que sospechosos. La taberna galáctica del primer film, los edificios de Tatooine, la estética general de «western espacial» de la serie, el Halcón Milenario, numerosos diseños de personajes tipo Jabba The Hutt, Yoda o los Ewoks, entre un largo etcétera, son puro Méziéres. El tema Star Wars es algo por lo que todavía le preguntan a Méziéres, y aunque hoy le reste importancia al asunto, en alguna entrevista antigua confesaba que cuando fue a ver la primera película salió del cine «maravillado, envidioso... ¡y furioso !». De hecho, cuando le inquieren por una posible adaptación al cine de Valérian, contesta que no, que para qué, si ya está La Guerra de las Galaxias. Más claro...

NO SÓLO DE VALÉRIAN VIVE ESTE HOMBRE

Comparativamente a otros autores de su quinta (por ejemplo, Giraud), Méziéres se ha prodigado relativamente poco en la historieta, sobre todo si tenemos en cuenta los años de carrera que lleva ya este hombre. Aparte de las diecinueve aventuras largas de Valérian (contando un nuevo álbum que acaba de aparecer en Francia) y las pocas historias cortas del personaje, no hay mucho más. A las historias pre-
Valérian antes comentadas -y que fueron recopiladas en el tomo Mézi avant Mézières, inédito aquí-, hay que sumar las que realizó durante los setenta para las revistas adultas francesas. En ellas publicó algunas historietas cortas con guión propio, casi todas ellas de ciencia-ficción y con el patrón típico de la época, esto es, 5-7 páginas con desenlace «sorpresivo» o moraleja. De ellas resulta especialmente simpática “Desert story”, publicada en 1977 en Fluide Glacial; menos gracia tiene la irrelevante “Tant qu'il y aura des hommes...”, un chiste malo de dos páginas aparecido en 1978 en la revista (À Suivre). Algo más pretenciosas y espectaculares gráficamente resultan “Baroudeurs de l'espace” (1976) y “Retour à la nature” (1979), ambas publicadas en Métal Hurlant. Finalmente, un par de rarezas: “Mon Amérique à moi” (1974) y “Les vieilles histoires de Tonton J.C.” (1979), historietas cortas autobiográficas sobre su estancia en Estados Unidos aparecidas en las revistas Pilote y Tintin, respectivamente. Todas ellas fueron recopiladas en 1983 en el mencionado tomo Mézières et Christin avec... Además de todo esto, ha realizado incursionales ocasionales de tono humorístico en Pilote o Fluide Glacial, casi siempre de una sola página o viñeta.

Fuera del campo historietísco, Mézières ha trabajado profusamente como ilustrador para publicidad (de chocolates, del Canal +, del ferrocarril francés, de Bancos, de Salones farmacéuticos, hasta de... ¡aspiradoras!), prensa (revistas como el Playboy francés o periódicos como Le Monde), televisión y cine (se encargó del diseño de producción y los story-boards en un par de películas fallidas de ciencia-ficción). También realizó las ilustraciones interiores de Lady Polaris (Éditions Autrement, 87) una “novela gráfica” con textos de Christin en la que juntos recorrian los grandes puertos de Europa. Una amplia muestra de toda esta producción como ilustrador fue recopilada por Dargaud en Les extras de Mézières (1995), un magnífico tomo que permite disfrutar, entre otras muchas joyas, de su espectaculares ilustraciones en color directo de gordas pinceladas. Desde 1989 Mézières también se encarga de la “supervisión gráfica” (sic) de Canal Choc, una serie publicada por Les Humanoïdes Associés acerca de unos reporteros de televisión que investigan unos extraños sucesos fantásticos. Canal Choc está escrita por Christin pero NO dibujada por nuestro hombre, sino por un estudio de jóvenes dibujantes (Aymond, Labiano y Chapelle) que practican un estilo clónico a caballo entre Giraud, Rossi y el propio Mézières.

Tras su testimonial participación de dos páginas en el álbum colectivo El Muro (publicado en 1990 para conmemorar la caída del Muro de Berlín), el director de cine Luc Besson, fan confeso de Valérian, recaba a finales de 1991 la colaboración de Mézières para el diseño de producción de un film de ciencia-fícción entonces titulado Zaltman Bléros, junto a un equipo internacional de dibujantes a los que luego se incorporaría también Moebius. Mézières aparca el álbum de Valérian que estaba realizando entonces, El círculo del poder, y acepta la oferta de Besson, realizando cientos de bocetos y supervisando al equipo de dibujantes. No obstante, a principios de 1993 el proyecto naufraga por lo de siempre, problemas de presupuesto: el equipo se disuelve y Mézières retoma el álbum de Valérian. En 1995, tras el éxito que obtuvo en Estados Unidos otro film de Besson, León (El profesional), el proyecto para Zaltman Bléros obtiene la financiación necesaria y se pone en marcha nuevamente. Besson modifica sustancialmente el guión original para añadir ideas aportadas por Mézières, entre ellas el taxi volante y la ciudad del comienzo. El protagonista, Zaltman Bléros, pasa a llamarse Korben Dallas, será taxista y lo encarnará Bruce Willis; el film pasa a titularse El Quinto Elemento y se estrena finalmente en 1997. La película incorpora también otras ideas ya presentes en los álbumes de Valérian, como ese crucero interestelar de lujo, inspirado en la gigantesca nave-casino que aparecía en Fronteras cósmicas. Los dibujos e ilustraciones de Mézières para el film pueden verse en el tomo de Dargaud Les Extras de Mézières n° 2. Mon Cinquième Elément (1998), inédito, cómo no, en castellano.

VALÉRIAN FOREVER


Valérian fue una serie precursora no sólo en estética sino también en su contenido, politizado pero no de un modo panfletario, sino irónico y hasta desenfadado. Un contenido que transmite valores como el rechazo a la guerra, a los sistemas militaristas y a aquellos que suprimen la individualidad; la simpatía por la diferencia y la desconfianza hacia el poder; el respeto a las diferencias raciales -los aliens de Valérian suelen ser tan o más “humanos” que los terrestres-; la admiración por una feminidad donde la belleza no está reñida con el coraje y la inteligencia, la parodia constante de los comportamientos machistas y agresivos: un contenido, en fin, que elude simplismos maniqueístas. En este sentido, es curioso observar la rápida evolución de Valérian en el tema “malos”: desaparecido el villano de las dos primeras aventuras, apenas puede encontrarse luego en la serie algún malo-malo de verdad; no hay oponentes claros de nuestros héroes, todos tienen sus razones para actuar como lo hacen. Todos estos valores, y lo dice Christin, pudieron estar en la serie gracias a la sensibilidad de Mézières, a su capacidad para el análisis social desde un prisma visual, a su modo de entender la vida.

Tuve la suerte de conocer personalmente a Mézières en agosto de 1998 durante el primer Salón del Cómic de A Coruña. Allí descubrí que en él se daba ese rasgo que suele ser atributo de todos los verdaderos grandes dibujantes: la gentileza, la amabilidad y, sobre todo, la modestia. Mézières es alguien que le trata a uno de igual a igual, derrochando generosidad y sentido del humor, sin escatimar consejos ni explicaciones sobre sus métodos de trabajo o sus conocimientos del oficio, pero que a la vez resta importancia a su labor; alguien muy crítico con el trabajo de los demás pero también con el suyo propio. Alguien que nos enseñaba con el entusiasmo de un debutante su álbum El huérfano de las estrellas, entonces inédito y a punto de aparecer en Francia. En fin, una personalidad extrovertida y llana que puede adivinarse observando su dibujo cálido y amable, tal como hacen los grafólogos estudiando la caligrafía de cualquier persona.

En los últimos años, parece que la llegada a la edad adulta –y por tanto al poder adquisitivo— de nuevas generaciones que crecimos leyendo Valérian ha propiciado un nuevo revival de la serie: Dargaud ha tirado la casa por la ventana con nuevas ediciones fuera de colección de los álbumes Par les chemins de l'espace (1997), Les Mauvais Rêves (2000) y el Atlas Cósmico Les habitants du ciel (2000), este último ampliado con 12 páginas nuevas. Por si todo esto no es suficiente para los fans, en agosto del pasado año apareció en Francia un nuevo álbum de Valérian, Par des temps incertains, que aún no he podido leer a la hora de finalizar estas líneas.

MÉZIÈRES EN CASTELLANO

ÁLBUMES

Todos los álbumes de Valérian Agente espacio-temporal, a excepción de Les Mauvais Rêves y del último aparecido en Francia, han sido publicados en España por Grijalbo/Dargaud, si bien de forma muy desordenada. Por ejemplo, el primer álbum en castellano es El imperio de los mil planetas, cuando en realidad fue el tercero. A partir de Metro Châtelet dirección Casiopea sí se sigue estrictamente el orden de publicación original. Son en total 17 álbumes a los que hay que añadir el tomo fuera de colección Los habitantes del cielo. Atlas cósmico de Valerián y Laureline, también en Grijalbo/Dargaud. Algunos de estos álbumes se pueden encontrar saldados. Actualmente los derechos de la serie están en manos de Norma Editorial; a ella por tanto corresponde la publicación tanto de posibles reediciones como de futuros álbumes, empezando por el recientemente aparecido en Francia, ya mencionado. Curiosamente, Los espectros de Inverloch apareció serializada en la revista Cimoc de la misma Norma a lo largo de 1984, un año antes de su publicación en álbum por Grijalbo/Dargaud.

HISTORIETAS CORTAS

“Desert Story” / “Historia del desierto” (1977). Cinco páginas en blanco y negro, guión y dibujo de Mézières, doblemente publicada en las revistas 
Bésame Mucho n° 1 (1980) y Cimoc n° 49 (1985).
“Mientras queden hombres...” (1978) Guión y dibujo del autor. Dos páginas en blanco y negro aparecidas en Cimoc n° 55 (1985)
“Vuelta a la naturaleza” (1979). Guión y dibujo del autor. Ocho páginas a color publicadas en la revista Totem n° 22 (1979).
El Muro (1990). Dos páginas mudas a color de Mézières en esta obra colectiva, con sendas ilustraciones a toda página. El álbum fue publicado ese mismo año por Norma Editorial en su colección Pandora. 
El resto de material comentado en este artículo está inédito en castellano, pero puede conseguirse en su mayoría a través de www.amazon.fr o www.fnac.com.

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Publicado en la revista U nº 23 (2002) y, posteriormente, en francés en la web oficial de Jean-Claude Mézières (1938-2022). Descanse en paz.



Pierre Christin, Évelyne Tranlé y Jean Claude Mézières (1989)

3 comentarios:

fulgencio pimentel dijo...

Tremendo, Pepo. Gracias.

wakemanmacdermott dijo...

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