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sábado, 27 de abril de 2013

NO NECESITAS AL HOMBRE DEL TIEMPO PARA SABER EN QUÉ DIRECCIÓN SOPLA EL VIENTO.


Estoy seguro de que os ha pasado. Estás muy concentrado en un tema determinado, y de repente el mundo parece conspirar a favor tuyo, como si se moviera en tu misma dirección y a tu misma velocidad. Algunos lo llamarán serendipia, otros lo entenderán incluso como un fenómeno místico, y aún otros, los «racionales», dirán probablemente que solo se trata de tu percepción: si estás pensando mucho sobre algo concreto –un tema de investigación, un trabajo, una persona, etc.–, tienes más posibilidades de que sucedan «casualidades» que tienen que ver con tu tema: te llegan documentos sobre tu tema «sin haberlos pedido», te topas inesperadamente con esa persona en un lugar donde no se te hubiera ocurrido encontrarla, etc., simplemente por una cuestión de tu percepción del mundo en ese momento. Qué estás mirando, en qué te fijas, a qué prestas atención. ¿O no?

La respuesta a esa pregunta no importa ahora, y en todo caso estamos muy lejos de responderla, suponiendo que lo hagamos algún día. El caso es que a veces suceden esas sincronías. En estos meses he estado leyendo sobre varios sucesos que tuvieron lugar en la sociedad estadounidense durante los sesenta y primeros setenta, documentándome para dos textos sobre cómic. El primero ya está publicado y podéis leerlo en el libro de ensayos Supercómic. Mutaciones de la novela gráfica contemporánea; el segundo texto lo envié hace unas semanas y hablaré de él más adelante, tal vez cuando se haya publicado. En ambos casos me encontré revisando el periodo más turbulento de la historia reciente de Estados Unidos, una época de contracultura, contestación y lucha social.


Dibujo de Gil Kane (1971)
Para mi ensayo en Supercómic repasé algunos hechos que conmocionaron a la sociedad estadounidense en esa época porque generaron ecos de ficción en los comic books norteamericanos, que de eso iba básicamente mi artículo. Por un lado, el tema del consumo juvenil de drogas en la célebre «trilogía de las drogas» de The Amazing Spider-Man (episodios 96, 97 y 98, publicados en la primavera de 1971), realizada por Stan Lee, Gil Kane y otros dibujantes, y famosa sobre todo por haberse publicado sin obtener la aprobación del Comics Code Authority. Una saga que, tras la buena recepción que tuvo en medios generales, precipitó la revisión de un código de autocensura escrito originalmente en 1954 para flexibilizarlo a los nuevos tiempos. La portada del primer número de esa historia, ahí arriba, es una de mis favoritas de todos los tiempos, una obra maestra de Gil Kane tanto por la calidad del dibujo y la composición como por el ambiente de la época que capturó. El cartel que señala el cruce de calles nos indica que estamos en pleno East Village neoyorquino, que a finales de los sesenta se había convertido en el centro de la contracultura de esa década en Nueva York. Un joven negro vestido a la moda hippie tendido en el suelo, dos policías con uniforme de verano, un grupo de curiosos espantados –la mayoría, señores respetables vestidos como dios manda– y el superfreak Spiderman que escapa de la autoridad mientras es señalado por ella –la luz de la farola se convierte tras pasar por el colorista en un foco– como responsable del desaguisado. Spiderman siempre pareció un supervillano por su uniforme y su emblema arácnido, y Stan Lee, Steve Ditko y los dibujantes que le sustituyeron llevaron esa ambigüedad todo lo lejos que pudieron. En realidad, cuando abríamos y leíamos el tebeo, descubríamos que Spiderman era el héroe que había salvado al chaval negro de una muerte segura tras saltar de un edificio en pleno trip psicodélico. Lee era muy consciente del grado de identificación de sus jóvenes lectores con Spiderman y explotó a fondo su condición de héroe juvenil marginado y perseguido, un bueno confundido como malo por el mundo adulto que incluía tanto a las autoridades como a la prensa, el cuarto poder.


Dibujo de Gil Kane (1971)
Por otro lado, también revisé el motín de la prisión de Attica, motivado por las demandas de mejores condiciones de vida y precipitado por la muerte de varios presos por disparos de los guardas, entre ellos el activista negro George Jackson –miembro del partido de los Panteras Negras y uno de los líderes del movimiento de presos– en la prisión de San Quintin. La revuelta de Attica, que terminó en una matanza cuando la Guardia Nacional tomó el penal, tuvo lugar en el mundo real en septiembre de 1971, tan solo un par de meses después de que Spiderman (justo en el episodio que siguió a la trilogía de las drogas, Amazing #99) fuera testigo en las viñetas de un motín de presos y denunciara  en la televisión las condiciones en que vivían. En Tarde de perros (1975), el inexperto ladrón de bancos que encarnaba Al Pacino –la película de Sidney Lumet estaba basada en hechos reales ocurridos en 1972– arengaba a la multitud que se arremolinaba frente a la oficina bancaria que había secuestrado al grito de «¡Attica, ¡Attica!», ganándose inmediatamente la simpatía de los curiosos. La gente corriente prefería al ladrón en vez de a la policía que rodeaba el congreso, digo, el banco. La escena resultaba más cómica que trágica en el filme, pero sobre todo venía a recordarnos el grado de rechazo popular a la autoridad que existía por entonces. Mucha gente, y desde luego tratándose de jóvenes, no usaba la palabra policías sino el «sinónimo» de la época, pigs, todo un resumen del legado que había dejado la contracultura de los sesenta.

En mi texto para Supercómic también mencioné otros sucesos que resonaron en las viñetas de superhéroes del periodo. Cuando al guionista Steve Englehart le encargaron en 1972 escribir la serie del Capitán América no le estaban haciendo un favor precisamente: la colección del superhéroe patriótico vendía tan poco que estaba a punto de cancelarse. Sean Howe recoge declaraciones de Englehart en su libro Marvel. The Untold Story (que se acaba de traducir en España) muy reveladoras sobre el sentir de su audiencia. En pleno apogeo del movimiento contra la Guerra de Vietnam, gran parte de los lectores naturales de la Marvel de entonces, jóvenes concienciados, muchos de ellos universitarios y activistas, se avergonzaban de un personaje que lucía en el pecho la bandera americana. El Capitán América era otro de los pigs, un héroe que representaba algunas de las cosas que más odiaban esos jóvenes: un gobierno presidido por Nixon; un gobierno imperialista que bombardeaba con napalm un país asiático lejano, pequeño y pobre. Englehart, objetor de conciencia declarado, le dio rápidamente un vuelco al asunto reescribiendo el pasado del Capitán América para borrar sus elementos ideológicos más inconvenientes para la sensibilidad del momento. De paso, convirtió a la colección en una de las más vendidas de Marvel. En 1974, dos años después de que estallara el escándalo Watergate, Englehart volvía a ganarse las simpatías de su propia multitud de curiosos dando a entender en una viñeta que el misterioso líder de una conspiración para controlar los hilos del país era el mismísimo presidente. No te digo nada y te lo digo todo. Un «misterioso» líder que además se pegaba un tiro para no ser capturado por el Capitán América. Apenas tres meses después de publicarse el episodio, en el mundo real tenía lugar la primera (y única) dimisión de un presidente en la historia de Estados Unidos.


El misterioso Número Uno en Captain America 175 (1974),
Steve Englehart y Sal Buscema (tintas de Vince Colleta)

PAINT IT BLACK. Para el otro artículo al que me he referido antes he tenido que documentarme, por razones que ahora no vienen al caso, sobre el tratamiento de los héroes negros en el comic book norteamericano. El superhéroe barcelonés Absence, también conocido como Daniel Ausente, tiene un libro estupendo sobre héroes y heroínas negras en la ficción popular, Black Super Power, que he tenido el placer de leer con motivo de ese artículo junto a otros textos como los de Adilifu Nama, especialista en el tema. Precisamente hace unos días Santiago García dedicó una breve entrada a un objeto no identificado que aterrizó en los cómics Marvel en julio de 1966 (fecha de portada), anunciado en los tebeos del mes anterior como un nuevo y misterioso «villano».


«Su símbolo es la "Pantera
Negra", que representa
el coraje, la determinación
y la libertad».
Panfleto del LCFO (1966)
Me refiero por supuesto a Pantera Negra, el primer superhéroe negro del comic book mainstream, creado por Stan Lee y Jack Kirby en la serie Fantastic Four muy pocos meses antes de la fundación del Black Panther Party. Una aparente casualidad que obedece, primero, a que la imagen de la pantera negra evocaba previamente el orgullo afroamericano durante la década que marcó el giro crucial en el campo de los derechos civiles, y, segundo, al hecho particular de que tanto Lee y Kirby como el Black Panther Party se inspiraron en la pantera negra que usaba como logotipo un partido anterior, el pacifista Lowndes County Freedom Organization (LCFO), liderado por el activista negro Stokely Carmichael en la muy racista Alabama. Sean Howe explica en su libro sobre Marvel que no mucho antes de que se mandara a imprenta el episodio de Los 4 Fantásticos con la primera aparición de la Pantera Negra se había publicado un artículo en el New York Times sobre el LCFO de Carmichael; poco después Lee y Kirby habían cambiado el nombre de su personaje, creado con anterioridad pero mantenido en el congelador: The Coal Tiger, el Tigre Carbón, pasó a llamarse Black Panther. Sin comentarios. Hubo más cambios significativos que denotan lo mucho que se pensaron el tema en Marvel antes de lanzar al personaje: por ejemplo, en la primera versión de la portada que dibujó Kirby para  ese número se veía parte del rostro negro del nuevo héroe, cubierto luego por completo en la portada definitiva por la que pasó a la historia del tebeo americano, aquí debajo. Podemos imaginar por otra parte la gracia que les haría luego a los responsables de Marvel compartir el nombre de su superhéroe africano con el de un partido como el de los Panteras Negras.



Si tenemos en cuenta que el primer superhéroe, Superman, había aparecido en 1938, escribe Daniel Ausente en Black Super Powertres décadas de «super supremacía caucasiana son, desde luego, una buena muestra de segregacionismo pulp» (38). Hasta 1966 los personajes negros del comic book solían quedar relegados a meras comparsas de héroes blancos; basta tener en mente que All-Negro Comics (junio 1947), un tebeo escrito y dibujado íntegramente por autores afroamericanos y protagonizado por héroes negros, no pasó del primer número, y no vamos a recordar ahora por enésima vez el papel habitual de Ebony en el Spirit de Will Eisner. Por contraste, The Black Panther era el poderoso monarca de una nación africana ficticia, Wakanda, un reino utópico de tecnología futurista emancipado de las estructuras de explotación capitalista blanca que funcionaba como «una representación idealizada de los revolucionarios negros del movimiento anticolonialista» enraizado en los cincuenta, según la lectura que hace Adilifu Nama (137) de T'Challa y su peculiar Shangri-La africana high tech. Howe apunta por su lado (Marvel. The Untold Story, 86) el interés de Kirby por combinar tecnologías futuristas con antiguas civilizaciones en sus tebeos, que entroncaba con las especulaciones de Jacques Bergier en los sesenta sobre supuestas visitas alienígenas a nuestro planeta en tiempos remotos, ideas que ganarían visibilidad con el  2001 de Kubrick y C. Clark y los recuerdos del futuro de von Däniken.

Dos negros le cubren las espaldas al blanco.
Captain America (and the Falcon) nº 171 (1974), 
portada de John Romita con tintas de Tony Mortellaro


Luke Cage, Hero for Hire nº 1
(junio 1972), Archie Goodwin y
George Tuska
(tintas del afroamericano
Billy Graham)  
A la Pantera negra de Marvel le siguió en 1969 el Halcón, el primer superhéroe afroamericano, una réplica negra del Capitán América que en la práctica operaba como un compañero subordinado del superhéroe patriótico blanco. El Halcón trabajaba en su identidad civil como trabajador social en Harlem, un afroamericano de clase media que apoyaba los derechos civiles pero rechazaba el separatismo negro (y por tanto, podía sobreentenderse, también las tácticas de confrontación de movimientos como el Black Panther Party). Su posición moderada e integradora le llevó a ser visto en las viñetas de Captain America (and The Falcon, subtítulo añadido en la época) como un «Uncle Tom» por su novia y sus «hermanos» más radicales, un poco como le pasó al actor Sidney Poitier tras su encasillamiento en ese tipo de personajes, cuyos rasgos por cierto recordaban sospechosamente a los que solían dibujarle por entonces a Sam Wilson/el Halcón. Tanto este último como los posteriores superhéroes afroamericanos Luke Cage (1972) –el primero en protagonizar una colección propia, un negro de clase baja de Harlem–, Black Goliath (1975) y su contrapartida en DC Comics, Black Lightning (1977), tomaron claves narrativas de las fórmulas del cine blaxploitation del periodo, jugando con «clichés excéntricos del gueto» expuestos como la «experiencia negra» (Nama, 139). Por supuesto, la intención era ganarse al público afroamericano, máxime en una época de enorme malestar entre dicha minoría, pero los resultados comerciales fueron discretos en el mejor de los casos. Es significativo que en el terreno negro se llevara el gato al agua una superheroína que apareció en los relanzados X-Men, la mutante de orígenes africanos Tormenta (1975), a la que no es descabellado ver como un equivalente femenino de la Pantera Negra cuya popularidad, sin embargo, ha superado con creces a la de todos sus compadres negros masculinos. Aunque no deberíamos sacar conclusiones precipitadas sobre cuestiones de género de ese hecho, teniendo en cuenta que el público de estos tebeos era –y es– masculino por abrumadora mayoría.


Para entender el fenómeno Ororo (Tormenta) en toda su dimensión, una imagen vale más que mil palabras. De su primera aparición en X-Men Giant-Size 1 (1975), por Len Wein y Dave Cockrum (colores de Glynis Wein)
Misty Knight y su beso interracial en Marvel Team-Up nº 64 (1977), 
Chris Claremont y John Byrne (tintas y colores de Dave Hunt)
No puedo terminar este apunte de color sin aludir a otra heroína negra de Marvel, Misty Knight (1975), aunque no pasara de ser un personaje secundario en los tebeos protagonizados por tíos (habitualmente, en los del mencionado Luke Cage y el rubio Iron Fist, quien haría pareja interracial con Misty). Knight era una ex policía, ahora detective privado, que lucía peinado afro a lo Angela Davis y un brazo biónico que sustituyó al que perdió en un atentado terrorista; su personalidad como mujer de acción sexualmente activa la emparenta –indica Absence en Black Super Power (120)– con chicas duras del cine blaxploitation como Cleopatra Jones y Foxy Brown.

THE WEATHERMEN. En 1960 cerca del 50% de la población estadounidense tenía menos de 18 años. El dato demográfico explica parcialmente la rebelión que protagonizaron los jóvenes durante esa década contra los valores culturales de sus mayores. La generación juvenil de los 60 rechazaba los planteamientos tradicionales sobre cuestiones de sexo, raza, drogas y política internacional de su país; no hace falta insistir en la amplitud del movimiento contra la Guerra de Vietnam, de la que cada vez llegaban más noticias sobre la magnitud de la masacre. No era simple casualidad que en una encuesta de Esquire de 1965 donde los jóvenes eligieron a sus héroes favoritos aparecieran Hulk y Spiderman, situados junto a Bob Dylan y Che Chevara como influyentes iconos revolucionarios de su tiempo. La juventud del periodo se identificaban con los superhéroes Marvel porque eran neuróticos y freaks –como freaks llamaba la buena sociedad a los jóvenes rebeldes de entonces, y éstos a sí mismos con orgullo– que eran tratados como villanos por la sociedad; marginados que sufrían problemas monetarios y existenciales, y que a menudo eran perseguidos por la odiada autoridad.

En ese contexto social florecieron un buen número de organizaciones de izquierda en los campus universitarios de todo el país, integrados en su mayor parte por jóvenes blancos de clase media que rechazaban el Estado desde posiciones marxistas o anarquistas, apoyaban los derechos civiles de las minorías raciales del país y protestaban contra su discriminación. La mayoría de esos movimientos de la llamada «Nueva izquierda» eran no violentos. Otros, como The Weathermen, decidieron pasar a la acción, como hacen los supervillanos de tebeo que quieren arreglar el mundo: empezaron a poner bombas en edificios de instituciones que representaban el establishment político y económico como «símbolos de la injusticia americana», en palabras de su «declaración de estado de guerra» leída en 1970 en una llamada a la radio. No fue poca broma; llegaron a hacer estallar bombas en el Pentágono, en el Capitolio y en dos edificios del Departamento de Prisiones, entre otras, estas últimas como represalia por la muerte del preso negro George Jackson y la posterior matanza de Attica. También ayudaron a escapar de prisión al psicodélico Timothy Leary, «el hombre más peligroso de América» según Nixon, encarcelado por llevar dos colillas de marihuana. La auténtica «trilogía de las drogas» prosiguió cuando los Weathermen sacaron a Leary del país rumbo a Argelia.

The Weathermen eran jóvenes revolucionarios blancos, estudiantes universitarios que básicamente se hartaron de comprobar que las protestas pacíficas no estaban cambiando la política de su país, en particular respecto a la invasión de Vietnam. En el ambiente del periodo creyeron realmente que la revolución era inminente. A nivel global, mundial. Tomaron su decisión de recurrir a la violencia, afirmaron, después de asistir a la muerte de sucesivos activistas por las balas de la autoridad, particularmente tras el asesinato a manos de la policía del afroamericano Fred Hampton –por entonces uno de los líderes más prominentes del Black Panther Party– y su compañero de partido Mark Clark en diciembre de 1969, mientras dormían en su casa. Hampton, sedado por los barbitúricos que había echado en su bebida un infiltrado del FBI, murió acribillado en el colchón en el que dormía.


Foto de Paul Sequeira
Como Judas, el confidente de la policía que traicionó a Hampton terminaría suicidándose. Dos décadas después, William O'Neal, que así se llamaba el infiltrado en los Panteras Negras, admitió en una entrevista que había delatado la ubicación del apartamento de Hampton y facilitado el ataque de la policía. Pocos meses después de eso O'Neal salió a la calle de madrugada y corrió en dirección a un coche que venía por la carretera.

The Weathermen surgieron en 1969 como una facción radical del movimiento no violento Students for a Democratic Society. Tomaron su nombre de la letra de Subterranean Homesick Blues, de Bob Dylan, «You don’t need a weatherman to know which way the wind blows». Rebautizados The Weather Underground cuando pasaron a vivir en la clandestinidad, el grupo siguió activo durante los setenta, como otros grupos violentos de la extrema izquierda en Europa. A diferencia de estos últimos, las únicas víctimas mortales de los atentados de Weather Underground fueron tres de sus propios miembros, muertos accidentalmente mientras preparaban una bomba. Después de eso decidieron planear los atentados para no causar víctimas. Acosados por el programa de contraespionaje del FBI y agotados de vivir ocultos, el grupo comenzó a dispersarse, retirarse o entregarse a la policía. Como sucedió con otros movimientos de la contracultura previa, el fin de la Guerra de Vietnam marcó el inicio de su declive, definitivo para mediados de los setenta. Ya no había un enemigo común contra el que luchar.

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Lo que sigue es un documental sobre The Weather Underground que me he «topado por casualidad», poco después de cerrar mi documentación para los artículos que comentaba arriba sobre el malestar social y los movimientos de liberación de los sesenta en Estados Unidos. La «conexión inesperada» a la que aludía al comienzo de este post ha sido en esta ocasión Andrew, mi profesor de inglés, un treintañero estadounidense que por cierto es buen amante de los comic books, además de la literatura, de la historia de su país y del nuestro. Él es quien nos ha pasado el enlace a este documental dirigido en 2002 por Sam Green y Bill Siegel para que lo veamos y comentemos en clase, junto a algunos apuntes históricos sobre Weather Underground que he manejado igualmente para este post. De repente, sin comerlo ni beberlo, he descubierto fascinado ante la pantalla una gran cantidad de material visual del periodo que no había visto antes; de repente, los sucesos históricos que había leído previamente para mis textos cobraban otra forma en mi cabeza, mucho más concreta, porque el documental refleja como pocas veces recuerdo haber visto el ambiente turbulento de los sesenta y primeros setenta en Estados Unidos. Una época donde no necesitabas al hombre del tiempo para saber en qué dirección soplaba el viento.

The Weather Underground pone sobre la mesa otras cuestiones, éticas y legales, sobre la violencia del poder establecido y la violencia revolucionaria para instaurar un nuevo orden –esta última es la que Benjamin asimiló a su categoría de «violencia mítica»–, e incluso sobre los ciclos vitales de las personas involucradas en semejantes proyectos. No parece casualidad que desde los ochenta para acá se haya erradicado paulatinamente el concepto de violencia en el seno de nuestra cultura –me refiero obviamente a la sociedad civil– hasta el punto de que hoy nos resulta difícil, si no imposible, recordar que los modernos Estados occidentales, las flamantes democracias parlamentarias, no se instauraron precisamente de manera pacífica. Por el contrario, fueron fundados mediante la violencia. Estados Unidos es una república que nació de una revolución armada, igual que la Francia moderna en el contexto de sus propias circunstancias, y hablamos de dos de los principales modelos históricos de los Estados occidentales contemporáneos. Nuestros cimientos políticos reposan literalmente sobre miles de muertos. Las víctimas de una violencia en su día revolucionaria que, una vez que se hizo con el poder, se convirtió en una violencia estatal preservadora de la ley, una ley que había conseguido instaurar por la fuerza; en otras palabras, pasó a ser una violencia conservadora del orden establecido. Por las mismas razones, el documental The Weather Underground plantea implícitamente otro tipo de preguntas, siquiera por comparación con nuestra propia época, nuestro propio malestar y nuestros propios movimientos de protesta contra un sistema que, como aquellos chavales de los sesenta, creemos a punto de derrumbarse.

Sí, hubo un día en el que jóvenes de clase media que estudiaban en la universidad creyeron que podían cambiar el mundo por la fuerza. Debajo de los adoquines, la playa. Parece mentira, ¿verdad? Casi una película de ficción.




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